Medio siglo atrás se consumaba el acto final de una tragedia sociopolítica largamente anunciada: el gobierno constitucional de Salvador Allende caía víctima de una criminal conspiración conjuntamente urdida por la clase dominante chilena y el Gobierno de Estados Unidos, a la sazón presidido por Richard Nixon. Es por ello una ocasión propicia para reflexionar sobre los cambios producidos en la fisonomía del golpismo.
Por Atilio Bordón (Politólogo)
Conviene recordar que el golpe militar de 1973 en Chile marcaría el relanzamiento de una luctuosa secuencia iniciada en Brasil en 1964 y continuada en Argentina en 1966, en ambos casos contando con el explícito apoyo de Washington, y que luego de su replicación en Chile se reproduciría poco después y con creciente ferocidad en Uruguay, Argentina y años más tarde en Guatemala.
Estas violentas interrupciones del orden constitucional fueron cambiando de fisonomía con el paso de los años. Forman parte del arsenal de políticas que Washington utilizó desde inicios del siglo veinte cuando, luego de la mal llamada «guerra hispano-americana», Estados Unidos comienza su vigorosa expansión por Centroamérica y la Cuenca del Gran Caribe, hasta llegar, años más tarde, a los extremos meridionales de Suramérica. Al recorrer este itinerario se comprueba la existencia de tres rasgos distintivos que señalan otras tantas fases en la aplicación de esa política injerencista. Primero, la Guerra Fría hizo que los viejos cuartelazos militares, al estilo de los que se produjeron por ejemplo en Nicaragua y El Salvador en la década de los treintas del siglo pasado durante la Administración de Franklin D. Roosevelt, fuesen progresivamente administrados por la CIA, puestos bajo la dirección de la «Agencia», como veremos más abajo, e inscriptos en la lucha a muerte para contener la expansión soviética en el «mundo libre» denunciada por el analista y diplomático estadounidense adscripto a la embajada de su país en Moscú, nos referimos a George F. Kennan. Este fue el autor del célebre «Telegrama Largo» que firmara como Mister X y enviara desde Moscú en 1946 en el cual sostenía que por su naturaleza el régimen soviético era inherentemente expansionista y que esto requería de parte de Estados Unidos adoptar una política de «contención» para contrarrestar esta tendencia, sobre todo en las áreas geopolíticas prioritarias para Estados Unidos. El «Telegrama», cabe recordar, fue despachado el 22 de Febrero de 1946, enviado a través de la oficina del Secretario de Estado del presidente Harry Truman, George Marshall. De ahí el papel de la CIA como la rama del Ejecutivo norteamericano encargada de organizar la defensa de la «civilización occidental y cristiana» amenazada por la así llamada, por la prensa del continente, «barbarie soviética».
Segundo, los golpes militares de la década del setenta estaban relacionados, pues eran parte de una estrategia criminal de desestabilización y control urdida por Estados Unidos y sintetizada en el Plan Cóndor, en donde además de la represión a las fuerzas «subversivas», como eran calificados por las dictaduras todos aquellos que se rebelasen o simplemente desoyeran sus mandatos, se instituía al «terrorismo de Estado» como la metodología necesaria para erradicar definitivamente a los agentes de la «subversión». En esta macabra iniciativa internacional, clandestina e ilegal hasta la médula –para este tema se pueden consultar dos trabajos de Stella Calloni, Operación Cóndor: pacto criminal, y Los archivos del horror del Operativo Cóndor, entre otros materiales–, desempeñaron un papel crucial los servicios de inteligencia de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay, convenientemente articulados desde Washington, y cuyo propósito era realizar operaciones de inteligencia encaminadas a vigilar y secuestrar a todo aquel (o aquella) sospechoso de oponerse a los Gobiernos de turno, estandardizar procedimientos de interrogatorio, tortura, traslados entre países, violaciones y, finalmente «asesinato y desaparición» de esas personas para, por esa vía, asegurar la obediencia de las aterrorizadas poblaciones y estabilizar a los regímenes militares.
El baño de sangre que cubrió Latinoamérica y el enorme desprestigio en que cayó Estados Unidos al ser al responsable último de esta tragedia humanitaria abrió paso a una tercera etapa en la cambiante morfología de los golpes de Estado. Aparece así, a comienzos de este siglo, la noción de «golpe blando»: una táctica que prescinde casi por completo (no totalmente, pero sí en buena medida) de la intervención militar y que reposa fundamentalmente en la mañosa manipulación de los dispositivos «institucionales». De este modo, desvanecida la desagradable escenografía del golpismo militar y su aparatosa exhibición de brutalidad represiva, el «golpe blando» se concreta en nuestros días siguiendo la lógica del «soft power» propuesto por la nueva hornada de estrategas norteamericanos. Esta temática aparece ampliamente desarrollada, por primera vez, en el libro de John Nye: Soft Power: The Means to Success in World Politics (New York: Public Affairs, 2004). Según Nye, este poder requiere, para su concreción, del manejo discrecional de los principales medios de comunicación para una efectiva manipulación cultural y el control de puestos clave en el Poder Judicial y el Congreso, algo que se suele adquirir por la vía de la extorsión, la compra de voluntades o, en algunos casos, el convencimiento de los conjurados.
De este modo, procesos de interrupción del orden político aparecen ya no más como producto de la brutal irrupción del actor militar sino del pulcro rodaje de instituciones republicanas que se ponen en movimiento para impedir la destrucción de orden democrático que supuestamente intentan gobiernos o líderes contestatarios. Casos emblemáticos de estos «golpes blandos» (que conllevan una cuota muy elevada de violencia, huelga aclararlo) son las «sucesiones institucionales» de los Gobiernos de Hugo Chávez en 2002, de Manuel Zelaya en 2009, de Fernando Lugo en 2012, Dilma Rousseff en 2016 y Evo Morales en 2019. Y, desgraciadamente, la historia no ha terminado. La alianza entre las oligarquías locales y el imperio sigue siendo la principal amenaza a las democracias latinoamericanas.