El primero fue Steve Jobs; le siguieron Bill Gates y Elon Musk, personajes que llegaron con promesas de salvar al mundo, pero solo hicieron buenos negocios. El cruce entre tecnología y política.
Por Esteban Magnani
Durante el discurso inaugural del flamante presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, quedó claro qué lugar tendrían para el Gobierno los magnates tecnológicos: en asientos normalmente reservados para familiares se ubicaba Elon Musk, quien se puso la campaña al hombro. A su lado, estaban Jeff Bezos (fundador de Amazon), Sundar Pichai (CEO de Alphabet) y Mark Zuckerberg (fundador y CEO de Meta).
Hacía tiempo que los tecnoempresarios protestaban contra las regulaciones y los controles estatales en una creciente deriva hacia posiciones que priorizan los negocios por encima de otros valores, incluso los democráticos. La victoria de Trump habilitó la oportunidad para que los más tímidos terminaran de salir del clóset. Más allá del poder real de estos personajes, su impronta de hombres exitosos, ricos e innovadores representa una fantasía muy extendida entre los estadounidenses que no es tan novedosa.
En 1984 Steve Jobs, presidente de Apple, presentó la computadora Macintosh al mundo. Como anticipo se emitió una publicidad de 60 segundos durante el Superbowl que fue vista por 96 millones de personas. El corto fue dirigido por Ridley Scott, quien venía de ganar múltiples premios por la película Blade Runner y contaba con un presupuesto de 750.000 dólares, exorbitante para la época.
En la publicidad se veía en blanco y negro a miles de sometidos de la Policía del Pensamiento mientras sufrían un lavado de cerebro a manos del Gran Hermano. Finalmente, una mujer en colores lanzaba un martillo contra la pantalla para que todos despertaran. El locutor anunciaba: «El 24 de enero, Apple Computer presentará el Macintosh. Y entonces verás por qué 1984 no será como 1984». El anuncio inició una etapa de promesas desmesuradas basadas en la tecnología.
Steve Jobs había sido parte del Homebrew Club, en el que un grupo de hackers se reunía para compartir conocimientos y armar sus propios dispositivos. Jobs, junto con Steve Wozniak (a quien luego marginaría de la empresa), desarrolló las primeras computadoras personales fáciles de abrir, intervenir y modificar. Sin embargo, la Macintosh lanzada en 1984 como algo revolucionario y que celebraba la independencia respecto del poder era cerrada y no tenía compartimentos para agregarle placas. Los usuarios tendrían muy poco poder sobre su producto.
Jobs es el padre de lo que sería una dinastía de celebrados millonarios de la innovación, aunque en general lo que desarrollaron fue más bien una combinación ambiciosa de tecnologías preexistentes. Él y sus continuadores venden «futuro» y sus productos son una forma de alcanzarlo. Jobs, al igual que otros tecnohéroes, era famoso por el maltrato a sus colegas y empleados. Incluso fue desplazado de Apple debido a su comportamiento, que le generó numerosos enemigos. Luego fue recontratado, en un intento de superar una crisis de innovación en la empresa. Falleció en 2011.
Megafilántropo
Bill Gates, con su eterna apariencia de estudiante, tuvo más dificultades para transformarse en un tecnohéroe. Entre otras cosas, el juicio que perdió Microsoft por prácticas monopólicas en 1999 no ayudó a mejorar su imagen de ambicioso y despiadado competidor. Su exsocio, Paul Allen, con quien se había peleado de manera irreparable, publicó una biografía en la que se lo describe como hipercompetitivo y sin escrúpulos. Finalmente, gracias a una gigantesca campaña de relaciones públicas, construyó su actual imagen de megafilántropo, lo que le permite hablar de prácticamente cualquier tema, pero siempre con enfoques positivos para empresas en las que tiene intereses.
En los últimos años, Elon Musk se ha sumado a este selecto podio de tecnohéroes sin empatía que prometen de una forma u otra salvar al mundo. Musk, por ejemplo, asegura que su misión es nada menos que salvar la conciencia humana instalando una colonia en Marte, algo que las personas sensatas y con conocimiento específico descartan por un sinnúmero de razones. Incluso, Tesla es, supuestamente, una forma de darle más sobrevida al planeta gracias a los autos eléctricos. El sudafricano, al igual que los otros, ha sido mucho más eficaz para enriquecerse que para mejorar el mundo.
En el ámbito de la Inteligencia Artificial (IA) Generativa, Sam Altman resulta un aspirante a tecnohéroe, aunque depende sobre todo de que logre transformar el fenómeno ChatGPT en un negocio a la altura de las expectativas. Junto con Elon Musk crearon OpenAI como fundación sin fines de lucro para evitar la concentración del conocimiento sobre IA en manos de unas pocas empresas. Luego, Altman transformó OpenAI en una empresa y se asoció con Microsoft, algo que provocó la furia de Musk, quien poco antes había querido ubicar a la fundación bajo el paraguas de Tesla. El sudafricano demandó a Altman por traicionarlo, algo que se espera que recrudezca en los próximos meses debido a su creciente influencia política.
En definitiva, estos hombres y otros personajes usaron el discurso tecnológico y el marketing para encumbrarse como rebeldes salvadores de la humanidad a la manera de Hollywood. Sin embargo, sus proyectos siempre terminan priorizando las ganancias personales. En un mundo neoliberal atravesado por un discurso meritocrático, la principal prueba de su genialidad pasa por los números en sus cuentas bancarias: supuestamente, en esa competencia, tienen éxito los mejores y, como el éxito se mide en dinero, ellos lo serían.
Ni siquiera levanta sospechas que estos personajes y otros tecnohéroes menores sean siempre hombres blancos que viven en los Estados Unidos. De hecho, esta circunstancia podría ser utilizada para convalidar el prejuicio sobre la supuesta superioridad de los hombres blancos anglosajones, en una nueva expresión de racismo y colonialismo. Tecnohéroes con mucho de villanos.