A tono con la política discriminatoria promovida por Donald Trump en Estados Unidos, la gestión de Milei avanza sobre los derechos de los extranjeros que viven en el país. Un retroceso histórico.

Mientras se sucedían las imágenes de las masivas protestas contra la política inmigratoria de Donald Trump, con revueltas en ciudades como Los Ángeles, Washington y Utah, el presidente Javier Milei se alineaba con su par estadounidense, cercenando los derechos de la población migrante. Las justificaciones para modificar la legislación vigente parten del «esfuerzo por restaurar el orden» y garantizar que los recursos públicos sean destinados a los ciudadanos argentinos.
A tono con su par de la Casa Blanca que ordenó expandir la deportación de inmigrantes e instó a las agencias federales a cumplir con el programa de deportaciones masivas más grande de la historia, Milei echa por tierra derechos otorgados por una normativa nacional que, en materia de inmigración, históricamente tendió a la apertura y la igualdad de posibilidades para todos los habitantes que pisen el suelo de nuestro país.
Entre los cambios más radicales que establece el decreto 366/2025, publicado en el Boletín Oficial el 29 de mayo pasado, se destaca el acceso a la atención primaria de la salud (solo podrán recibirla quienes cuenten con residencia permanente o paguen por el servicio) y a los estudios de grado: las universidades quedan facultadas a cobrar una retribución por el servicio educativo a quien no haya regularizado su situación migratoria. El lineamiento a las medidas tomadas por Trump es tal que una de las consideraciones del decreto firmado por Milei presupone un efecto dominó por el cual las deportaciones en el norte del continente impactarán directamente en arribos masivos a nuestro país. El texto señala como una «ineludible señal de alerta» la política inmigratoria llevada adelante por Trump que lleva deportados 1.250.000 migrantes de países americanos.
También, que una «entrada masiva de extranjeros traería aparejada una fuerte afectación de la prestación de servicios esenciales provistos por el Estado nacional y los estados provinciales y municipales».
Flujos de aquí y allá
La arremetida del Gobierno nacional y su discurso antiinmigración contrastan, sin embargo, con las cifras oficiales. Según el censo nacional 2022, de las 46 millones de personas que habitan suelo argentino, solo el 4,2% es extranjero. Es la proporción más baja desde que se iniciaron los registros censales, en el año 1869. Por otra parte, los flujos migratorios no son lineales para uno u otro destino. Los grupos poblacionales deportados por la administración Trump son mayormente filipinos, chinos, indios, mexicanos y salvadoreños. En tanto, el grueso del arribo inmigratorio a nuestro país proviene de países limítrofes. Las facilidades de radicación, en tanto, corresponden a los Acuerdos de Residencia del Mercosur; los ciudadanos argentinos tienen las mismas garantías del derecho a migrar a dichos destinos.

La Comisión Argentina para Personas Refugiadas y Migrantes (CAREF), asociación civil fundada en 1973 para recibir a exiliados chilenos tras el golpe del dictador Pinochet, expresó su preocupación y consideró que «el Gobierno restringe, una vez más, el derecho de las personas migrantes a defenderse de actos del Estado que afectan su libertad, integridad y proyecto de vida». A su vez, desde el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) sostienen que, al tratarse de la modificación de una ley, la discusión debe pasar por el Congreso Nacional. Asimismo, aseguran que la pretensión de que los residentes transitorios deban pagar un seguro de salud es contraria al Acuerdo de Libre Circulación presente en el Tratado del Mercosur.
Discriminación
Históricamente, como destino receptor de inmigrantes, Argentina mantuvo una política de brazos abiertos a los extranjeros. Una masiva afluencia arribó al país hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, mayormente de origen europeo. En la actualidad, el país recibe población sudamericana, mayormente procedente de Paraguay, Venezuela, Perú y Chile. La Ley de Migraciones Nº 25.871, sancionada en 2003 tras una larga lucha de organizaciones migrantes y de derechos humanos, reconocía a la migración como un derecho humano y era garante del acceso igualitario al derecho, independientemente de la situación migratoria. En 2017, durante el macrismo, hubo un antecedente de búsqueda de modificaciones en la normativa legal, también a raíz de un decreto, impulsado por la actual ministra de Seguridad Nacional, Patricia Bullrich, que fue declarado inconstitucional por un fallo judicial.
Hoy, el Gobierno recrudece la avanzada regresiva que apunta a criminalizar a los migrantes latinoamericanos. En este sentido, el DNU señala que, al panorama descripto debe agregarse «el riesgo de organizaciones inscriptas en el Registro Público de Personas y Entidades Vinculadas a Actos de Terrorismo y su Financiamiento (RePET), como el Tren de Aragua (de la República Bolivariana de Venezuela) y la Resistencia Ancestral Mapuche, que tributa a la organización chilena Coordinadora Arauco Malleco». El ingreso de ciertos inmigrantes, señala el estigmatizante decreto, «podría provocar un efecto negativo sobre la vida de nuestra sociedad».
En este contexto se lee también el reciente anuncio de nuevas facultades otorgadas a la Policía Federal, que quedará autorizada para patrullar redes sociales sin autorización judicial y la posibilidad de realizar detenciones preventivas. Encerrona migratoria, alusión al inmigrante como delincuente o terrorista, habilitación de requisas sin orden judicial y vulneración de derechos constitucionales. Hacia ese destino la libertad avanza.