La justicia colombiana determinó que el exmandatario manipuló testigos para obstaculizar un proceso judicial en su contra. Un fallo histórico que sacude las bases del poder político en Colombia y que expone la fragilidad de los discursos de impunidad promovidos por la ultraderecha en América Latina.

Por primera vez en la historia reciente de Colombia, un expresidente ha sido hallado culpable por delitos graves en pleno ejercicio de su influencia política. La caída de Álvaro Uribe, símbolo del poder conservador y figura idolatrada por sectores reaccionarios, marca un antes y un después en la relación entre justicia y poder en América Latina.

El mito de la impunidad presidencial en Colombia acaba de recibir un golpe demoledor. Álvaro Uribe Vélez, dos veces presidente y figura dominante del panorama político colombiano durante más de dos décadas, fue declarado culpable de los delitos de soborno a testigos y fraude procesal. La decisión de la jueza Sandra Heredia, emitida este martes, retumba más allá de los tribunales y deja al desnudo una de las estrategias más perversas del poder: la manipulación del sistema judicial para acallar voces incómodas.

Este fallo histórico no surge de la nada. Es el resultado de una larga batalla judicial iniciada hace más de una década, cuando Uribe, intentando acallar las denuncias que lo vinculaban con grupos paramilitares, cruzó una línea peligrosa. Según los hechos establecidos en la sentencia, Uribe presionó e incentivó a testigos para que cambiaran su versión o guardaran silencio en procesos donde él aparecía como presunto responsable de vínculos con el paramilitarismo. El caso terminó por volverse un boomerang. Lo que comenzó como un intento de silenciar a sus acusadores se convirtió en un proceso judicial que lo sentó a él en el banquillo de los acusados.

El epicentro de esta tormenta fue la acusación lanzada en su contra por el senador Iván Cepeda, quien desde hace años viene señalando a Uribe por sus supuestos nexos con grupos armados ilegales. En lugar de enfrentar con transparencia las denuncias, el expresidente decidió usar sus vastas redes de influencia para montar una contraofensiva judicial que terminó siendo su perdición. El uso del aparato judicial para protegerse de una investigación, lejos de absolverlo, reveló la existencia de maniobras ilegítimas y profundamente antidemocráticas.

Lo más escalofriante del caso es su estructura de poder encubierto. Uribe, aun sin ocupar cargos públicos, mantenía una red de lealtades capaz de interferir en el funcionamiento de la justicia. La jueza Heredia no dejó dudas al afirmar que “se puede concluir que sí existió un ofrecimiento de dinero y beneficios jurídicos a varios testigos”, señalando además que “existieron actividades encaminadas a evitar que estos testigos informaran la verdad ante la Corte Suprema de Justicia”. En otras palabras, la maquinaria uribista operaba como un dispositivo de silenciamiento, diseñado para proteger a su jefe a cualquier costo.

La condena no significa aún una sentencia firme ni una pena establecida, pero el veredicto de culpabilidad ya representa un terremoto institucional. Estamos hablando de una figura que aún hoy conserva un peso político importante en sectores conservadores, no solo en Colombia sino también en otros países donde el discurso autoritario, punitivista y anti-derechos humanos se encuentra en auge. Uribe fue mentor de varios políticos que hoy detentan el poder y ha sido citado con admiración por líderes como Jair Bolsonaro y, más recientemente, por Javier Milei. No es menor, entonces, que esta sentencia se conozca en un contexto donde la ultraderecha regional avanza con narrativas que desprecian la legalidad cuando esta se interpone a sus intereses.

Este fallo también pone el foco en la valentía de los actores que hicieron posible la investigación: periodistas, abogados, jueces y legisladores que no se dejaron amedrentar por las amenazas ni por el poder simbólico y real que Uribe aún detenta. El Estado de derecho, tantas veces debilitado en América Latina, se anota un punto a favor en esta historia. Pero es un punto que costó años de presión, desgaste y valentía.

Mientras tanto, Uribe niega todos los cargos y se muestra como víctima de una persecución judicial, en una estrategia calcada del manual del populismo punitivo. La narrativa de la “conspiración” contra el expresidente no resiste el más mínimo análisis a la luz de las pruebas documentadas por la justicia. Sin embargo, esa postura victimista continúa seduciendo a sectores que, con fe ciega, prefieren cerrar los ojos ante la evidencia. Lo grave es que, incluso tras su condena, Uribe sigue moviendo los hilos en el Congreso y en los medios, operando desde las sombras como si nada hubiera pasado.

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