La democracia no es convivir con el enemigo; la democracia es suprimir al enemigo para que la democracia sea posible. La democracia nunca es, sino que siempre está tendiendo a ser. Hay una lucha por la democracia, al modo en que Ihering concebía una “lucha por el derecho”.

Por Juan Chaneton

La voluntad del líder o la voluntad de la ley, that’s the issue. Pero that’s the issue tal como lo plantea la derecha. Porque este issue -este viejo asunto- viene siendo la trampa en la cual tropiezan los progresistas de hoy pero en la cual no tropezaban los progresistas de ayer. Esa trampa -resumible en la fórmula ley o dictadura- tiene mucho de chantaje. En esa trampa, en ese cimiento fraudulento, descansa el orden jurídico liberal.

I.-

La voluntad del líder parece ser (parece ser, decimos; lo hacen parecer así los medios de comunicación) el dato denso de, por caso, la política nicaragüense, voluntad del líder que, sedicentemente, excluye a la ley. En Venezuela, asimismo, Chávez encarnaba similar acción política en pugna con el derecho; ahora, en el país del Orinoco, parece estar consolidándose un andamiaje legal que, no obstante, es impugnado por Washington y sus satélites latinoamericanos. No hay voluntad excluyente del líder ahora; por el contrario, en Venezuela tienden a consolidarse instituciones ratificadas en elecciones libres, pero igual a la metrópoli y a sus funcionarios en América Latina no les vienen bien esas instituciones. En Cuba, por fin, hay legalidad socialista (Estado de derecho socialista, reténgase esto) desde hace medio siglo, pero como no es un Estado de derecho funcional a la geopolítica continental norteamericana, tampoco les viene bien. En los tres casos -Nicaragua, Venezuela, Cuba-, Estados Unidos trabaja a favor del golpe de Estado. Un caso de derechos humanos, por cierto. Vivanco… ¡teléfono…! Pero Arturo Vivanco, CEO de Washington DC para gestionar la agenda de derechos humanos en América Latina, no contesta. Ha de ser porque Honduras, a estas horas, desvela su sueño.

La democracia no es convivir con el enemigo; la democracia es suprimir al enemigo para que la democracia sea posible. La democracia nunca es, sino que siempre está tendiendo a ser. Hay una lucha por la democracia, al modo en que Ihering concebía una “lucha por el derecho”.

Recientemente, Trump convocó a la turba. La convocó al golpe de Estado. Su actitud no tuvo en cuenta la formalidad constitucional. Él sabía que su convocatoria a asaltar el Capitolio enervaba las formas legales, pero lo que le importaba era fundar un hecho nuevo a partir del cual comenzara a fluir un nuevo derecho: hubo fraude, decían el magnate y su tribu, y hay que convocar a nuevas elecciones. Eso quería Trump.

Eso es una especie de decisionismo que evoca a Carl Schmitt pero no es, exactamente, Carl Schmitt. Por detrás o por debajo de Carl Schmitt no hay ninguna norma jurídica. La juridicidad del decisionismo es exterior al derecho, es una juridicidad política, si cabe. O, de otro modo, el atributo originario que pretende para sí el decisionismo nunca es la juridicidad sino la legitimidad. El acto político crea derecho. Y si queremos hallar la piedra fundamental del decisionismo político como creador de derecho deberemos irnos del espacio jurídico: en la base de la juridicidad schmittiana está Schopenhauer y, en el límite, Nietzsche. Schmitt se decía cristiano y tomista, pero su vida no fue, precisamente, una suma de aciertos en materia de decires. Sin embargo, no vamos a entrar ahí porque el texto está encerrado en sus márgenes, en su caja, en sus dimensiones gráficas y, por ello, no hay espacio para mayores profundizaciones.

En derecho hay, por lo menos, dos polémicas célebres: Savigny-Ihering y Schmitt-Kelsen, con la singularísima nota de que ni los primeros ni los segundos polemizaron nunca si por «polemizar» entendemos discusión pública y coetánea. El autor de La lucha por el derecho no conoció a Savigny y cuando Schmitt refutaba a Kelsen éste no había publicado aún su Teoría pura del derecho1, si bien lo esencial de su doctrina -contra la cual rompe lanzas el jurista nazi- ya circulaba en textos previos. El dato de que estos polemistas ni siquiera se conocieran, sin embargo y como queda dicho, no desvirtúa la existencia de las respectivas polémicas. Las posiciones de unos y otros eran polares e inconciliables: para que haya posesión hace falta el corpus y el animus, dictaminaba Savigny; alcanza y sobra con el segundo, declaraba Ihering. Una norma jurídica sólo puede nacer de otra norma jurídica -decía Hans Kelsen-; esto no es así, sostuvo Carl Schmitt, y el estado de excepción es la prueba. Desarrollamos el tópico más abajo.

Y con esto hemos entrado de lleno en el tema de esta nota, que no es otro que indagar en las derivas probables del poder político en América Latina.

¿Se puede ser decisionista sin ser nazi? O lo que es lo mismo: ¿es necesariamente nazi quien sostiene la validez teórica de ciertos conceptos schmittianos referidos a la política y el poder? 2

Daniel Rafecas nos presenta al sujeto. «Carl Schmitt (1888-1985) fue un jurista alemán de extracción católica y de reconocido prestigio en círculos académicos conservadores ganado en las primeras décadas del siglo XX, que adhirió en forma relativamente temprana al nazismo afiliándose al partido el 1° de mayo de 1933».3 Y agrega que la obra de Schmitt es parte de un conjunto de trabajos de autores profundamente antiliberales que “… encontraron un fermento propicio para difundir sus invectivas antidemocráticas debido al desprestigio que ostentaban el parlamentarismo y las demás instituciones de la República de Weimar entre las élites políticas y económicas y también en buena parte de la clase media.”

El decisionismo es, en el límite, abolir, mediante una decisión de poder, la totalidad de un sistema político y, con él, la totalidad del sistema jurídico que le es anejo. El cabildo abierto del 22 de mayo de 1810, en Argentina, escuchó las voces del obispo Lue proponiendo no avanzar en ninguna ruptura del tipo señalado; la del ciudadano Castelli planteando hacerlo; y la del secretario Paso diciendo que Buenos Aires debía obrar, transitoriamente, en nombre de todas las provincias y ad referéndum de lo que éstas, ulteriormente, decidieran. Había, allí, una tensión de opuestos, y la contradicción se resolvió, en su aspecto formal, tres días más tarde: el 25 de ese mes las Provincias se autodotaban de gobierno propio.

Pero era una resolución sólo formal de un problema que requería de la materialidad de los hechos. La decisión política de fundar un nuevo orden derogando el sistema político anterior y su juridicidad -que hallaba su antecedente en los referidos cabildos de 1810- tendría lugar en Tucumán en 1816.

La situación de excepcionalidad imponía a esos políticos argentinos de principios del siglo XIX obrar como lo hacían. “La excepción es un concepto general de la teoría del Estado que implica la facultad en principio ilimitada que tiene el soberano para dictar la suspensión del orden vigente en su totalidad”. Eso lo dice Carl Schmitt, en los albores del siglo XX (Teología política). Aplica bastante bien a lo que hacía el Congreso que presidió Laprida en los albores del siglo XIX.

Por su parte, la Segunda Declaración de La Habana, en 1962, abolió el capitalismo, instauró el socialismo y fundó un nuevo orden jurídico y echó las bases sobre las cuales debería comenzar a fraguarse otro orden cultural. El sistema político anterior no sólo fue suspendido sino que fue desterrado para siempre de Cuba y de la sociedad cubana. Otra vez Carl Schmitt, aquí.

Las verdades históricas son verdades una sola vez, dice el jurista nazi. Eso está por verse, digo yo, pero lo que sí ya se ha visto es que la decisión política es el dato esencial del orden jurídico porque es su origen y fundamento. El ejemplo de aquel ayer remoto y el de este ayer más próximo dan cuenta del fenómeno decisionista. La decisión crea un orden político de cuya naturaleza nada puede decirse por el solo hecho de que su ürsprung (origen) sea la autoridad. 4Para abrir juicio acerca de dicha naturaleza del orden político no debemos fijarnos en la decisión sino en qué, cuáles y cuántas son las consecuencias que al país (a su sociedad y a su Estado) ha irrogado el nuevo orden social creado por la decisión. Pero, ojo aquí. Si midiéramos esas consecuencias sólo con la vara de la comida en la mesa nos estaríamos equivocando. Hitler garantizó la comida en la mesa de los alemanes. De los alemanes «arios», se dirá. Sí, de los arios, categoría que incluía a la clase obrera, que lo apoyó masivamente. La historia del «éxito» nazi es la historia del fracaso de la socialdemocracia.

La mencionada polémica Schmitt-Kelsen aguarda su turno aquí pero diremos todavía dos cosas. Nunca será poco el celo que se ponga en deslindar responsabilidades ideológicas cuando de disertar sobre Carl Schmitt se trata. En ese sentido, hemos delineado una llamada (2) a la cual, ahora, agregamos la siguiente tirada de Kahn: «Si se quiere que hoy sea útil tener un diálogo teórico con Schmitt se deben dejar a un lado el contexto local de su obra, la crisis de Weimar y las creencias y prácticas políticas personales del jurista. Las contribuciones teóricas duraderas tienen su origen en circunstancias locales pero no dependen de ellas. De hecho, se pierde el aspecto filosófico y se le falta el respeto al intelectual de la política si se destaca el contexto por encima del contenido»5 Es esta declaración del profesor de la escuela de derecho de Yale la que nos parece razonable y oportuna.

En segundo lugar, la utilidad práctica que revisten hoy estos debates estriba en que la dilucidación de lo esencial nos conducirá a la conclusión de que el concepto de «Estado de derecho», si bien es unívoco, no es único. Esto quiere decir que, por un lado, el concepto de Estado de derecho es uno solo: es el sometimiento de los individuos y del Estado al orden jurídico vigente (univocidad). Pero ese orden jurídico, que hoy es uno y determinado, mañana puede cambiar, para bien o para mal, por efecto de la decisión política (no hay un único Estado de derecho).

II.-

En el escenario social de América Latina hace ya más de dos décadas que se tensan dos formaciones políticas cuyos perfiles son más definidos que la identidad de la base social que les da soporte. Se trata de coaliciones nítidamente de centroizquierda y de centroderecha que, sin embargo, están enraizadas en la sociedad de modo más lábil y trémulo que la fisonomía que ostentan como actores políticos. Sin embargo, en esa labilidad de su anclaje se juega lo esencial del futuro que aguarda, en América Latina, al sistema político.

Lo que ocurre con las coaliciones de centroderecha importa menos, a los fines de esta reflexión, que lo que ocurre con sus homólogas de centroizquierda. Aquéllas pugnan por conservar el sistema político basado en unas constituciones que, de un modo u otro, consagran la estabilidad de ese sistema político. A lo sumo y como dato novedoso, a esas coaliciones de centroderecha les han surgido, más a su derecha, competidores que, si bien se mira, no son competidores más que de tipo electoral pero que, de última, no son sino reaseguros pro-mercado ante la eventualidad -cada vez menos evanescente y más tangible- de que las fuerzas sociales del progresismo y la izquierda crezcan y exorbiten hacia el conjunto poniendo en discusión el tema de la hegemonía al interior de la sociedad.

Si esto es así, el nudo del asunto está en otra parte y el problema del poder político pasaría a jugarse en la convulsa dinámica que afecta a las fuerzas de centroizquierda, tanto en Argentina como en el resto del continente. Sobre todo, la clave está en la salud del vínculo que une a los partidos de centroizquierda con su base social en el contexto de una dinámica de “alternancia” que dura ya demasiado tiempo y al cabo de la cual ni los pueblos viven mejor ni los países son más soberanos. Las convocatorias a celebrar la “democracia” son plausibles pero a condición de que se sepa que, junto con la democracia, se está celebrando, provisoriamente, aquella alternancia fraudulenta.

Retomemos el encuadre de derecho público que guía estas reflexiones. Una norma jurídica -como decía Kelsen- sólo puede nacer de otra norma jurídica. Consecuentemente con ello, la alternancia en el gobierno de unos y otros no sería más que la realización del postulado kelseniano: dicha alternancia es, en el plano del sistema político, lo que la sucesividad de las normas es en el sistema jurídico. Lo que realiza la derecha en el poder es diferente a lo que realiza el progresismo en el poder pero en un punto coinciden: el ordenamiento jurídico es el reglamento en cuyo marco se juega el partido.

De modo que si Kelsen estuviera equivocado también podría decirse, consecuentemente, que reposa sobre un error la absolutización de ese reglamento. Ese reglamento no es otro que el así llamado Estado de derecho que, lo hemos dicho recién, implica que a la ley se someten todos: individuos y Estado.

Pero mediante la voluntad política se puede fundar un nuevo Estado de derecho, dice Schmitt. Si así no fuera no se podría explicar el concepto de soberanía, agrega. Kelsen destierra este concepto del ámbito jurídico: es un concepto político y, por lo tanto, “impuro” y ajeno al derecho, dice. Pero no es un buen método expulsar de la ciencia jurídica todo lo que no se puede explicar, refuta Schmitt.

La soberanía no sólo existe sino que es un fenómeno esencialmente jurídico -dice el jurista nacionalsocialista-; para agregar enseguida que es el concepto de Estado de excepción la prueba de la existencia de la soberanía. Schmitt no se refiere a los estados de emergencia que prevén todas las constituciones sino al verdadero Estado de excepción.

El verdadero Estado de excepción implica la suspensión total del orden político y jurídico vigente y su sustitución por otro orden político-jurídico. El único que puede decretar el Estado de excepción es el soberano y es verdaderamente soberano quien puede decidir sobre el Estado de excepción.

El soberano y la excepción, así, son, en la concepción jurídica y política de Schmitt, todo. “Lo normal no demuestra nada, la excepción lo demuestra todo; la excepción no sólo confirma la regla sino que la regla sólo vive gracias a la excepción”. Claro que aquí habría que señalarle, al metafísico Schmitt, que la dialéctica cierra lo que él deja a la intemperie y, por ende, abierto al error: la excepción, sin la regla, no existe.

El orden jurídico-político occidental reposa (si, tal como dice Kelsen, Estado y ordenamiento jurídico son idénticos) en la Constitución. Pero la Constitución es un cimiento demasiado endeble como para soportar sin mengua ciertos vientos de la historia. Si demasiado rígida, puede quebrarse. Si demasiado flexible, se le pierde el respeto. Pero incluso su flexibilidad, a veces, tampoco alcanza para lograr un Estado estable. Esto ocurre porque ese cimiento trémulo sobre el que vive el moderno Estado constitucional se halla atravesado por una tensión: el principio jurídico de la supremacía constitucional y el principio político de la soberanía popular. El primero de esos principios implica que la Constitución es intocable y que, a lo sumo, sólo puede reformarse por el procedimiento que ella misma fija. El segundo, por el contrario, dice que es el pueblo el llamado a reformarla, no tiene cortapisa alguna para tal cometido y puede, incluso, abrogarla y, sobre otras bases, fundar un nuevo Estado constitucional refrendado por la asamblea constituyente.

Las derechas del mundo occidental abominan de esto último. Cierto progresismo, también. Ambos temen por la libertad. En el caso de la derecha, se entiende: defiende la conservación del orden social. En el caso del progresismo, habría que instarlo a que reflexione, al menos un poco, sobre la función que están llamadas a jugar, en lo concerniente al capítulo de la libertad, las nuevas tecnologías basadas en el algoritmo. No hay que temer ningún advenimiento del totalitarismo de cara al futuro. Planificación y libertad ha sido, hasta ahora, la contradicción irresoluble que ha conducido al fracaso a las experiencias anticapitalistas, pero en esa resolución todavía no han dicho lo suyo aquellas tecnologías que conducen a la inteligencia artificial aplicada a la producción.

Si bien se mira, aquella abominación de las derechas tanto como las dudas de cierto progresismo implican desconfianza y temor a la decisión del pueblo. Es un estado de inquietud ante el soberano y ante la soberanía popular. Es un horror al “caos”. Pero se trata de fantasías de un imaginario. Hay otras. Por caso, en El Zahir se postula que la vigilia y el sueño no difieren. No hay que temer, entonces, a las pesadillas. Tampoco al despertar. Sólo se trata de soñar. Si soñamos que somos libres, seremos libres todos, no sólo unos pocos. Tal vez en ese Zahir esté cifrado el nombre de Dios, quién sabe. Sólo cierto dogmatismo un tanto bizarro no tiene registro, todavía, del potencial revolucionario que vive en la prosa de ciertos intelectuales orgánicos del antiperonismo militante. Verdad inintencional, diría Adorno.

III.-

Ya hemos exhibido dos ejemplos históricos de decisionismo. Resta saber qué está pasando y qué puede seguir aconteciendo en nuestro país. Recientemente ha dicho Elisa Carrió que en la Argentina la opción es de fierro: “contrato moral o que se vayan todos”. Eso dijo. Pero tal contrato es imposible. Lo otro, en cambio, no.

Se trata de una retórica que no inventó Carrió, ni mucho menos. Desde el fondo de la historia las élites vienen fulminando de demagogia y corrupción a todo actor político que irrumpa en el Olimpo dirigente con ínfulas y programa como para abrirle la puerta de ese Olimpo a todos haciéndolo, de ese modo, menos selectivo, expulsivo y exclusivista, pues todo eso es la actividad política partidaria en la Argentina y no sólo en la Argentina. Los relevos generacionales están bien controlados y administrados por los partidos, instituciones fundamentales del sistema democrático según el artículo 38 de nuestra Magna Epístola.

Sin embargo, esta jerarquía constitucional de que gozan los partidos es reciente: data de 1994. En el siglo XIX y bien entrado el XX se consideraba que los partidos eran enemigos del sistema político pues se los veía como corporaciones con intereses propios que interferían el libre vínculo entre pueblo y gobierno. Esto ocurría no sólo en la Argentina, por supuesto, las élites argentinas rara vez han sido originales y por lo general han preferido y decidido copiar y, convenientemente, copiar al que maneja la consola, a los Estados Unidos, donde George Washington y John Adams habían aborrecido, antes que nadie, a los partidos.

Fue sólo con el tiempo que las clases dirigentes se dieron cuenta de que nada mejor que estas seudocorporaciones para administrar la protesta social de modo que todo siga más o menos igual que antes de la protesta. Ya Hume, en su Ensayo sobre los partidos, había iniciado el camino de la mediatización del pueblo como decisor en los asuntos públicos. Pero de Hume cabe decir lo mismo que él decía de Berkeley: sus argumentos no admiten la menor réplica y no producen la menor convicción, Borges dixit.

Sin la decisión del soberano no habrá manera de evitar el abismo neoliberal que conduce a las democracias restringidas y, con ello y al cabo, a la excrecencia fascistoide en Argentina y en América Latina. La decisión del soberano se confunde, aquí, con la reforma constitucional, aunque la excede; una reforma constitucional cuyo objeto político no deberá ser, de ninguna manera, aceitar los mecanismos para mejorar una gobernabilidad fraudulenta que sólo resultaría funcional a los que encuentran dificultades para convencer a la población de que sus penurias tienen que ver con el “déficit fiscal” y no con el patrón productivo de la economía criolla.6

El objeto de la reforma constitucional pendiente, en cambio, no deberá ser, sin medias tintas, mejorar la gobernabilidad sino transformarla; y esto no significa mejorar el sistema político, sino expulsarlo de la realidad sustituyéndolo por otro. La representación popular en el Parlamento no abdica de su esencia clasista por el hecho de que un cartonero/a se siente en una banca. No se trata de entrar el sistema, sino de salir de él. Lo siento por los progresistas que ven en el sistema una salida laboral. Pero, de ese modo, están estafando a los conurbanos, a los cartoneros, a los pobres, aunque se sienten en la banca diciendo que esos pobres y desheredados de la tierra, de los mares y de los cielos… son su desvelo. Nadie, por otra parte, les cree cuando dicen eso.

Ahora bien, la reforma pudo hacerse en el ’94 porque la derrota del campo popular no sólo era reciente sino que, además, el mercado y la ortodoxia como modelo económico y la superestructura cultural y de valores que le es inherente, estaban en pleno proceso de despliegue y consolidación. Era eso que se llamó “menemismo”. No había movimientos sociales, o los que había exhibían la endeblez de lo bisoño; la clase obrera resistía las privatizaciones desde posiciones defensivas y frecuentemente estafada por sus conducciones; y, en el nivel continental, no surgían todavía impugnaciones alternativas a aquel fundamentalismo de mercado.

Esa reforma del ’94 puso en discusión temas neurálgicos y muy sensibles para la estabilidad sistémica (vgr., si la asamblea constituyente era soberana o debía atenerse a lo pautado en una agenda previa contenida en una creación ex nihilo fraguada entre Alfonsín y Menem; esa agenda fue el entonces así llamado “núcleo de coincidencias básicas”). Fueron discusiones tranquilas que, sin embargo, podrían haber dado lugar a rupturas epistemológicas sangrientas anticipatorias del 2001, para decirlo en términos un poco irónicos. Pero el caso es que en la calle no había nadie. Lo más ruidoso fue la renuncia del obispo Monseñor doctor Jaime Francisco de Nevares y Casares a su banca de constituyente.

Pero si ayer y por las razones expuestas, el sistema político concedió la posibilidad de la reforma, hoy es dudoso que lo haga, por lo menos que lo haga de buen grado, pues el riesgo de exorbitancias hacia imprevisibilidades inconducentes (o conducentes a escenarios de riesgo sistémico) es, hoy, una realidad que no existía en aquel año ’94.

Así, las opciones se van achicando en número, tanto para la centroderecha como para la centroizquierda, que se debaten, a una y cada una de ellas, en crisis de confianza y representación que generan, a su turno, turgencias heteróclitas emperifolladas con jubón y pedrería olorosos a “segundo imperio”, en el caso de la extrema derecha ignorante y rústica; y, en el otro rincón del tinglado, embriones de lecturas de la crisis -y de políticas para procesarla y resolverla- que hacen de la soberanía nacional y de la transferencia de propiedad y de la ampliación de derechos, así como del multilateralismo en escala internacional, el único programa racional en la época de la globalización y esperanzador de cara al futuro. Soberanxs, de eso se trata, a pesar de la “x”.

La globalización anula crecientemente lo que constituyó la novedad y la fuerza del liberalismo finisecular para terminar con los totalitarismos: la separación de lo privado y lo público y, con ello, su epifenómeno, la diferenciación entre lo estatal y lo societal. La totalización liberticida resulta, así, inherente a la concentración propia de la globalización. En ese marco, la representación política tradicional aparece molestada por cuestionamientos que contribuyen a configurar un escenario de equilibrio inestable y con tendencia a deslizarse hacia el límite de lo políticamente correcto.

Y el mejor futuro en América Latina, en consecuencia, sería -y esto mezcla lo conjetural y lo lúdico- que la experiencia de Honduras, con la izquierda retomando el gobierno, se extendiera a Brasil. Dilma Rousseff acaba de decir que sin Lula nada será posible en nuestro continente. Pero un Brasil restaurando el antineoliberalismo -y la opción antihegemónica que eso implica- echaría por tierra el juego de abalorios que el Departamento de Estado tejió y coronó con éxito en el gigante del sur: impeachment a Dilma-cárcel a Lula-Bolsonaro presidente.

Con todo, y aun admitiendo que una derrota de dimensión estratégica para los Estados Unidos podría hacerse realidad sin que ese país en declive apele al delito público para frenar lo indetenible, aun en ese caso, los pueblos y gobiernos democráticos y soberanistas de América Latina se verán ante una encrucijada similar a la de Edipo: matar a Layo, con la ventaja de que, en nuestro caso, sabemos de antemano que ese rey no sólo no es nuestro padre sino que es el enemigo jurado de todo cuanto anhelamos. Si, por el contrario, la “relación de fuerzas” no permitiera más que una remozada convivencia con las derechas en el marco del “Estado de derecho”, pues en ese caso habrá que prepararse para asumir el desdoroso rol de umbral de una nueva restauración neoliberal pero en escala ampliada en términos de libertades muertas y derechos conculcados para la inmensa mayoría de la población. Si quieres, entonces, evitar la guerra, prepárate para defenderte eficazmente de tus enemigos pues ellos vienen -vendrán siempre- en pos de ponerte de rodillas, podría ser el aforismo renuente al epitafio.

IV.-

Las inestables posiciones de sujeto que -según Laclau- ya no instalan ni al obrero en el lugar del obrero ni al burgués en el lugar del burgués, no por ello, sin embargo -decimos nosotros-, “desinstalan” a la derecha del lugar de la derecha, del lugar de ese actor que podrá ser muy post-sujeto y muy pos-político7 pero que sigue, sin hesitar y sin escrúpulos, obliterando el libre juego de una democracia que dice honrar.

La libertad tiene que ver con la libertad del trabajo. Trabajo libre o trabajo asalariado es el par polar constitutivo de un programa libertario a futuro. Los reparos que provoca el decisionismo y su asimilación al totalitarismo tienen que ver con la ignorancia de esta cuestión. El algoritmo y la inteligencia artificial -lo hemos dicho más arriba- no son actores neutros en la elaboración de una visión doctrinaria de lo que podría ser la libertad humana. El decisionismo schmittiano, por cierto, no perdía el sueño por la libertad humana. Pero no todo decisionismo tiene, necesariamente, que abrevar en Carl Schmitt.

Lo que viene, como dato epocal duro es, como dice Jorge Dotti, la vivencia del proceso de secularización moderna como el tiempo del nacimiento, apogeo y declinación o, tal vez, muerte de la estatalidad.8 Pero esa estatalidad muere sofocada por las manos de la dictadura corporativa mundial. Y es preciso, entonces, oponerle algún otro tipo de estatalidad pues en ello va la vida humana o la inhumanidad de la esclavitud para la especie. Y este es el punto en el que cabe volver sobre la decisión y su necesidad histórica (necesidad como anhelo y como racionalidad que en el devenir se realiza).

El Estado de excepción se justifica por la soberanía, no por la norma. Por eso consignábamos más arriba la crítica de Schmitt a Kelsen. Éste se equivoca cuando dice que una norma jurídica no puede nacer más que de otra norma jurídica: el Estado de excepción no nace de ninguna norma jurídica sino de la decisión política. A lo que agregamos algo que Schmitt no dice: los conflictos se resuelven en la normalidad, no en la excepción. La excepción, cuando es verdadera, sólo funda la nueva normalidad en el seno de la cual se van a resolver los nuevos conflictos y los conflictos que la normalidad anterior no pudo o no quiso resolver. Y el “Estado de derecho” -el estado de derecho neoliberal- es una normalidad del tipo de las que no están llamadas a resolver lo esencial del conflicto sino a perpetuarlo en beneficio de una parte de la sociedad y en perjuicio de la otra parte. El Estado de derecho neoliberal, sin quererlo, frota su lámpara y convoca a la decisión. Los tiempos son los tiempos y el tiempo dirá lo suyo, y los decires del tiempo suelen ser verdades de plomo derretido.

Creo que me voy a detener aquí. Estas reflexiones han transitado, en tramos sustantivos, asidas al preciso texto de Silvia Schwarzböck que lleva por título Schmitt, Marx y Argentina. Una lectura estético-política de la lectura de Jorge Dotti.9 Dice Schwarzböck: “Una vanguardia artística nunca es … un programa radical restringido al arte: la voluntad de traspasar los límites del arte, de tener efectos sociales fuera de su círculo, es, precisamente, lo que hace de su programa, casi por definición, un programa estético-político”.

De modo similar y en simetría especular, podría decirse que una vanguardia política nunca es un programa radical restringido a la política: la voluntad de traspasar los límites de la política y de tener efectos más allá de sí misma, más allá de la política y en el seno de la vida humana misma es, precisamente, lo que hace de su programa, del programa político de la vanguardia (cuando ésta es verdadera y no una estafa), un programa político pero, fundamentalmente, un programa estético.

Esto es lo que nunca podrán comprender ni los nazis ni los liberales. Esta ignorancia es lo que, finalmente, tiende a empujarlos fuera de la Historia.

1Teología Política, de Schmitt, fue publicado en 1922. Teoría pura del derecho, de Kelsen, data de 1934.

2 Cuando decimos esto, no nos referimos a las criminales apologías de Hitler y el nazismo que fueron fruto y elixir espiritual de Schmitt (del tipo de aquel texto que escribió en 1934 y que tituló «El führer defiende el derecho», en el que justificaba la así llamada “noche de los cuchillos largos”), sino a sus desarrollos de teoría política contenidos en la aludida discusión con Kelsen y en sus obras capitales sobre el tema del poder, a saber: El concepto de lo político; Teología política; Legalidad y Legitimidad; también a sus meandros existenciales como los contenidos en sus escritos en prisión reunidos en el texto Ex captivitate salus. Hacemos la salvedad de que tampoco opinamos que, en estos textos, Schmitt tiene razón, aun cuando su comprensión del decisionismo vinculada a los conceptos de soberanía y Estado de excepción no ha encontrado, hasta hoy, refutaciones convincentes. Es eludir el problema decir que el decisionismo es un error, un disparate o la negación del derecho con argumentos del tipo Schmitt traicionó a Kelsen, Schmitt era antisemita, Schmitt era nazi, Schmitt era amigo y protegido de Göring y de Julius Streicher, y así siguiendo. Lo que hay que hacer es demostrar que la decisión no funda el sistema político, no que los decisores son malas personas.

3 Daniel Rafecas,https://es.scribd.com/document/367161820/La-ciencia-del-Derecho-y-el-advenimiento-del-nazismo-el-perturbador-ejemplo-de-Carl-Schmitt.

4 Respecto del decisionismo schmittiano como concepto de teoría política es preciso fijar señalamientos que constituyen mucho más que un mero matiz diferenciador: el decisionismo existe pero, al contrario de lo que pensaba Schmitt, no hace la Historia. El decisionismo ha existido y seguirá existiendo, y los ejemplos que menciona esta nota al comienzo dan cuenta de ello. Pero hay que decir que, en la escritura de Schmitt, el acto del decisor es abstracto de tan libre, es puro conatus spinoziano que funda un orden como podría fundar otro, que marcha en una dirección histórica como podría hacerlo en otra dirección, que organiza el nazismo como podría refundar la Serenissima veneciana o decretar el comunismo. Schmitt cita más de una vez a Lenín, pero en su caso -decimos nosotros- no es el líder ruso el que, en última instancia, actúa, sino la clase. Esto no niega la decisión, antes bien, la considera en el marco de la relación dialéctica con el proyecto histórico que la decisión sirve y realiza. Schmitt es filosóficamente idealista y, como tal, está convencido de que la voluntad humana hace la Historia. La vida no muestra eso.

5Paul W. Kahn: Political theology: four new chapters on the concept of sovereignty; Columbia University Press, 2001.

6 El problema económico argentino no es de déficit fiscal sino de patrón productivo. Si fuera lo primero, habría que equilibrar las cuentas reduciendo el gasto: menos jubilaciones, menos industria aeroespacial, menos Conicet, menos educación, menos salud, y de ese modo… a brindar por la Argentina primaria vendedora de commodities. Si lo segundo, nuestro norte es la industrialización todavía pendiente, todavía posible, que es el único sinónimo de prosperidad general al que puede aspirar la Argentina. Aun si se equilibraran las cuentas -como proponen Larreta, Macri, Espert y Milei, que en esto no tienen diferencias-, una economía vendedora de productos sin valor agregado pronto volvería a ser deficitaria.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *