“La sociedad del rendimiento no necesita amos, porque cada uno se explota a sí mismo creyendo que se realiza.” (Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio).

Por Roberto García

Esta elección vino a sumar otro capítulo en la transformación cultural profunda que vive el país. La idea del “ajuste” ya no se vive como castigo, sino como una forma de redención colectiva. En el vacío dejado por la política social, emergió la fe en un líder que promete orden, verdad y purificación.

Del bienestar al desencanto

Durante décadas, la legitimidad política en la Argentina se sostuvo sobre una promesa: la de la justicia social. El Estado no sólo garantizaba derechos, sino que también organizaba la esperanza. Ser peronista, radical o simplemente argentino implicaba creer que el bienestar era una tarea común, sostenida por una estructura pública capaz de cuidar, reparar y redistribuir.

Pero esa promesa se fue desgastando. Años de crisis, corrupción, inflación y desigualdad estructural convirtieron al Estado en un actor sospechoso. De garante pasó a ser obstáculo; de protector, a entorpecedor. La burocracia, la precariedad de los servicios y la captura del aparato público por élites políticas divorciadas de la realidad cotidiana destruyeron la confianza en la idea misma de lo público.

El ajuste como virtud moral

En ese contexto de desconfianza, la narrativa del “ajuste” encontró su terreno fértil. Lo que antes era sinónimo de recorte, pérdida y dolor, hoy se presenta como una virtud moral. Sufrir dejó de ser una imposición del poder para transformarse en un acto de purificación colectiva.

El sacrificio se vuelve valor, y el dolor, una forma de autenticidad. “Hay que aguantar”, “así se construye un país serio”, “esto nos hace mejores” -frases que antes despertaban indignación-, hoy suenan como consignas redentoras. La política se espiritualiza: la economía ya no se discute, se cree.

Detrás de ese discurso subyace una mutación cultural más honda: el mérito reemplaza a la solidaridad, la autoexigencia suplanta a la justicia social, y el sufrimiento se vuelve el nuevo lenguaje del orden.

La búsqueda del redentor

Ningún relato moral sobrevive sin su profeta. En esa trama, el liderazgo carismático, emocional y mesiánico se impone sobre la racionalidad democrática. El líder no gobierna: revela. No propone un programa político, sino una verdad redentora.

El vínculo entre pueblo y poder se reconfigura. Ya no se trata de representación, sino de fe. Quien cuestiona el rumbo es hereje; quien duda, traidor. Así, la figura del “ajustador” se viste de purificador, de un elegido capaz de limpiar el desorden de la historia nacional.

Un país que cambió de fe

Lo que está en juego, más allá de los números del déficit o la cotización del dólar, es el sentido moral de la política. Argentina no sólo transita un ajuste económico, sino una conversión simbólica: del Estado protector al sacrificio como destino.

La aceptación del sufrimiento como virtud no es inocente. Consolida un nuevo orden cultural donde la desigualdad se naturaliza y la injusticia se disfraza de mérito. Si el dolor se vuelve redentor, la política deja de ser instrumento de transformación para convertirse en ritual de obediencia.

El desafío, entonces, no es sólo resistir al ajuste material, sino disputar el sentido común que lo legitima. Porque cuando la fe reemplaza al pensamiento crítico, el autoritarismo ya no necesita uniformes: alcanza con un discurso que promete redención.

(Imagen elegida: “El hombre con el martillo” (Jean-François Millet, siglo XIX). El trabajo y el sacrificio físico como destino. Representa al individuo que se autoexplota, como plantea Byung-Chul Han. La austeridad y el esfuerzo se ven como valores redentores).

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