Fue integrante de la CNU y de los grupos de tareas de la Policía. Lideró el secuestro de los estudiantes de «La Noche de los lápices». En democracia siguió con su raid delictivo junto a la banda de Aníbal Gordon y como mano de obra desocupada para algunos carapintadas. Entró y salió de la cárcel. Desde hace pocos años purga condenas a perpetua en Campo de Mayo. Allí lo visitaron la diputada Ferreyra y el diputado Benedit el 15 de marzo: al salir dijeron que se trataba de un patriota.
Carlos Ernesto «Indio» Castillo hizo una fortuna que ronda los diez millones de dólares y que conserva en alguna parte del mundo. La forjó en cuarenta años de asesinatos, secuestros extorsivos, tráfico de armas, tráfico de drogas y piratería del asfalto. Su prontuario policial es un rosario de acusaciones por delitos cometidos desde la dictadura hasta bien entrado el nuevo siglo: hurto, robo, estafas, asociación ilícita, lesiones leves, lesiones calificadas, abuso de armas, secuestro, extorsión, torturas, tentativa de homicidios y homicidios.
Como muchos de sus compinches, pasó muchos años prófugo gracias a la enorme red de recursos financieros y de contactos con personajes del poder real. «Indio» Castillo siempre fue un lumpen, un violento marginal de los servicios y la policía que no logró -ni en su apogeo ni en su caída -que lo integren al selecto círculo de los genocidas «de carrera» con los que hoy comparten cárcel. Hizo una carrera de mérito y no le quedó delito por cubrir con partes iguales de esmero y saña; atrocidades que nada tuvieron que ver con algún tipo de espíritu patriótico, suponiendo que para él la Patria cubriese más territorio que el de su bolsillo.
Castillo, que apenas pasó la barrera de los setenta años y está muy lejos de tener esa supuesta salud endeble que arguyó para pedir prisión domiciliaria, es hijo y nieto de policías. La historia familiar es un alarde de brutalidad. El padre de «El Indio» fue Ernesto Castillo, un tipo que murió hace pocos años y al que llamaban «Pelusa». Lejos de un apodo de tal suavidad, Ernesto Castillo era boxeador aficionado que solía usar de punching ball el cuerpo de Nelly Novara, su esposa, o el de cualquier preso que cayera en las seccionales donde era suboficial.
Llegó a ser el encargado del campo de la Facultad de Agronomía, donde vivió con su familia. Dejó ese puesto hace pocos años, cuando ya longevo pasó a trabajar en una empresa de seguridad privada. Ernesto y Nelly tuvieron tres hijos: la primera fue mujer y como el padre sintió que la niña había contradicho su deseo del primogénito varón, le mostró el descontento durante toda su vida. El segundo fue Carlos Ernesto, el orgullo del padre, a quien desde la primera infancia a quien apodaron «El Indio». El tercero fue Héctor, que jamás pudo superar la violencia familiar y terminó suicidándose en un hotel en Bariloche. El padre de Ernesto fue Eduardo Castillo Saavedra, uno de los creadores del Museo Policial de La Plata.
Cuando llegó a la adolescencia «El Indio» ya era temido en todo el barrio. A los 15, las reyertas fuera y dentro de la casa eran constantes. El padre lo «enderezaba» a palizas por los golpes que «El Indio» le daba a otros. En el camino, lo echaron del colegio del Sagrado Corazón, donde cursaba segundo año. La tunda paterna fue tan atroz que lo dejó inválido durante un tiempo: cuando pudo pararse, el padre lo echó de la casa y lo mandó directo de pupilo a la Escuela de Cadetes de la Policía. Al poco tiempo también lo echaron de allí por mala conducta.
A los veinte le llegó el turno de hacer la colimba, «se hizo el loco», al decir de él mismo, y logró que le den de baja por enfermedad. Y fue en algunos bares donde conoció a lo más rancio de la derecha peronista. Era 1973: Perón volvía al país el 20 de junio. «El Indio» fue uno de los hombres del teniente coronel Osinde, el asesino encargado de la seguridad del acto de recibimiento al General que después de 18 años regresaba a la Argentina. Junto a Osinde, Castillo empezó a disparar desde el palco que se había dispuesto para recibir a Perón quien, por la masacre desatada, no llegó ni a aterrizar en Ezeiza sino que lo hizo en Morón.
Días después, y mientras todos los militantes peronistas -de izquierda y de derecha- evitaban ser identificados tras la tragedia desatada, Castillo se reconoció en una foto que publicó el diario «Clarín» y se presentó en la corresponsalía de La Plata para identificarse y pedir una copia. En la placa se lo veía en medio de los líderes de la Concentración Nacionalista Universitaria (CNU) con la que luego saldría a apalear y acribillar a estudiantes.
Para entonces Castillo, además de reventar «judíos y zurdos» como experto en manejo de cadenas y manoplas con la CNU, trabajaba como «culata» en la Unión Obrera Metalúrgica. Allí llegó de la mano de Aníbal Gordon, quien a su vez era muy amigo del secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci.
De «apalear zurdos» a coser a tiros a sus compañeros
La UOM le dio a Castillo un sentido de pertenencia más profundo, estaba entre pares en eso de gatillar antes de preguntar, con más recursos económicos y logísticos y sobre todo, con poder real. Pronto hizo equipo con «El Polaco» Dubchak y con César «Pino» Enciso y fueron “la pesada” del sindicato metalúrgico por entonces dirigido por Lorenzo Miguel.
Cuando en noviembre de 1974 Rucci fue asesinado por Montoneros, la banda de Gordon se lanzó a una orgía de sangre, especializándose en asesinar a dirigentes intermedios de la Juventud Peronista vinculada a Montoneros. La banda de Gordon jamás se subordinó a las órdenes de Miguel y empezó a tener disputas con otro grupo de pesados que respondían al dirigente sindical, comandados por Juan Carlos «El Gallego» Rodríguez.
La tensión entre bandas creció y una mañana dos lugartenientes del Gallego, Eduardo «El Oso» Fromigue y Juan Carlos Acosta llegaron a la casa de Dubchak, en Wilde, lo metieron en un auto y lo llevaron a la sede de la UOM, donde lo descuartizaron y metieron los pedazos de su cuerpo en la caldera de la institución.
Alguien se quejó por los métodos: “Los de la UOM operan drogados, afanan cosas de las casas, violan…” La respuesta (según Juan Gasparini en su libro La fuga del Brujo) partió de Aníbal Gordon:
“Igual después vamos a matarlos a todos…”
El Indio Castillo juró venganza, para él Dubchank era un maestro: en tiempos muertos leían juntos «Mi Lucha», de Adolf Hitler. «El Oso» Fromigué andaba en un Falcon Sprint naranja con bandas negras. Era inconfundible. La noche del 12 de octubre del 74 el Indio vió el cochazo estacionado frente a la Parrilla «Mi Estancia», de Florencio Varela. Castillo estaba con Gordon, Enciso y varios más, en dos coches, un Falcon blanco y un Torino negro, andaban en su busca desde hacía días. Ni dudaron.
Entraron a los tiros al restoran y dispararon contra Fromigué, Juan Carlos Acosta y las mujeres de ambos, que los acompañaban. Para entonces, el Indio ya había hecho un capitalito con atracos y robos, un dinero que le cuidaba su madre. La dictadura le daría el aval para botines más grandes.
Secuestros, torturas y crímenes en dictadura y democracia
En febrero del 76 Castillo secuestró y asesinó al titular del gremio de trabajadores del Hipódromo de La Plata, Carlos Antonio Domínguez. El cuerpo del dirigente apareció en el Camino Negro, que lleva a Punta Lara, con cuarenta disparos. Por este crimen, el 30 de abril de ese año una fuerza del Ejército, con apoyo de la policía de la Unidad Regional La Plata allanó la casa donde vivía con la madre. Encontraron la máquina de escribir del sindicalista asesinado y un arsenal, fueron presos él y ella. La mujer murió en prisión y él salió pocos meses después enchamigado con la fuerza policial. Tanto que pasó a formar parte de su grupo de tareas.
Algunos corrillos dicen que entonces no fue preso por su raíd de crímenes: lo metieron tras las rejas hartos de que se corte solo, para ponerlo «en caja» y respondiese de una vez a los mandos, sobre todo ahora que tenían carta blanca en todo el país.
El 16 de septiembre de 1976, hace exactamente 48 años, lo encontró como jefe de la patota que secuestró, en La Plata, a los estudiantes secundarios que reclamaban por el boleto estudiantil. Pablo Díaz lo reconoció como uno de los secuestradores de la llamada «Noche de los Lápices», mientras que otros exdetenidos desaparecidos lo denunciaron como integrante de los grupos de tareas de los centros clandestinos de detención La Cacha y el Pozo de Banfield, donde torturaba y asesinaba.
En 1982 fue acusado de robo y dictaron su prisión preventiva, pero quedó libre al poco tiempo. En 1984 y con la flamante democracia, volvió a ser detenido por el intento de secuestro extorsivo de un empresario, también en La Plata, la ciudad donde vivía en varias casas que le servían como aguantaderos. Como siempre, la prisión fue cosa de días, y volvió a la calle. La banda de Aníbal Gordon, a la que nunca dejó de pertenecer, seguía activa.
En 1991 fue preso por un arsenal descubierto a pocas cuadras de la residencia presidencial de Olivos, donde se guardaban armas y explosivos que los investigadores vincularon al MODIN de Rico. Castillo fue a la cárcel tres años y cuando salió lo ubicaron en un cómodo despacho del Congreso Nacional, con el título de interventor del Modín en Río Negro. Según él mismo sostiene, fue la persona que recibió el dinero con el que Eduardo Duhalde le habría pagado a Rico sus votos para conseguir la reforma de la Constitución Bonaerense y la reelección. Era, por entonces, casi uno de los hombres más fieles del jefe carapintada. En ese tiempo baleó a unos muchachos que escuchaban música bajo su ventana, para luego escapar en un Fiat con chapa del Congreso Nacional. La patente le había sido otorgada al ex diputado carapintada
El rol de Emilio Morello
El Indio y el ex diputado Emilio Morello estuvieron involucrados en la causa AMIA: se sospechaba que habrían integrado la banda que robó armas y explosivos de Campo de Mayo -precisamente donde ahora está cumpliendo condena- para suministrarlas para el atentado. También las proveía a bandas de piratas del asfalto y asaltantes de camiones de caudales, integradas por él mismo y sus viejos amigos de la banda de Aníbal Gordon. Eran tiempos en que con un solo trabajo no se podía vivir. En la causa AMIA se lo señaló como el hombre que estaba con la misteriosa ambulancia después del atentado y se registraron llamados de otros imputados a sus teléfonos.
Si en 1994 estuvo involucrado en el atentado terrorista a la mutual judía; en 1995 el Indio Castillo intentó asesinar al intendente de la localidad correntina de Monte Caseros, justamente la ciudad en la que Aldo Rico inició una de sus rebeliones carapintadas. El intendente Eduardo Galantini había denunciado que Castillo y otros dirigentes y matones ligados al Modín de Rico intentan hacer base allí “para traficar armas, drogas y combustibles al Paraguay». Finalmente y por precio vil, lograron concretar la operación de compra de un inmenso terreno recostado sobre el río Paraná, en un punto estratégico de la triple frontera, y el Indio Castillo se presentó para tomar posesión: se presentó como el «Capitán Solís», el mismo alias que usó cuando secuestró a los pibes de La Noche de los Lápices.
Unos días antes de este crimen frustrado, fue asesinado Alberto Rodríguez, otro hombre de la patota de Gordon que quería llevarse una tajada del negocio que pretendían instalar en Monte Caseros. En la vivienda de Rodríguez se encontró suficiente trotyl como para volar otra AMIA, nueve armas largas, cuatro ametralladoras ultramodernas y hasta un impresionante y devastador fusil Kalashnikov AK-47.
Rodríguez se había peleado a muerte con Castillo y lo había dicho públicamente. Entre malandras se conocían bien. Previo al crimen de Rodríguez fue el asesinato de una joven llamada Karina Yerbal, una empleada de SOMU que estaba al tanto de los negociados. La mataron por la espalda, con varios tiros calibre 22, el arma usada por los asesinos profesionales.
Para entonces, el Indio Castillo estaba prófugo en otra causa radicada en La Plata por asociación ilícita, abuso de arma, robo, falsificación de documento, intento de hurto y tenencia de armas de guerra. Cuando finalmente lo detuvieron en Paraná por el intento de asesinato del intendente de Monte Caseros, Castillo llevaba encima una 9 mm marca Lugger, considerada arma de guerra; balas de mercurio, conocidas como Dumdum; una pistola 38, dos granadas y dos juegos de esposas, todas pertenecientes al Ejército Argentino. Tenía documentación falsa a nombre de dos personas distintas, con su fotografía, conducía una camioneta Toyota robada y usaba patentes del Congreso Nacional y, por las dudas, tenía en reserva otras patentes de la Legislatura bonaerense.
Trámite judicial
En 2019, la Sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal confirmó la pena impuesta a Castillo por los delitos de “homicidio” y “sustracción de personas. Los magistrados consideraron que la agrupación paraestatal CNU funcionaba con la aprobación absoluta del Estado y que, a su vez, formaba parte integral del plan de represión que era dirigido desde las más altas esferas del gobierno de aquellos tiempos.
En 2017 Carlos Ernesto Castillo fue condenado a prisión perpetua por los jueces Germán Castelli, Pablo Vega y Alejandro Esmoris. Fue encontrado culpable de los secuestros y homicidios de Carlos Domínguez, Leonardo Miceli, Néstor Dinotto y Graciela Martini y el secuestro de Úrsula Baron y Daniel Pastorino, todos hechos perpetrados entre febrero y abril de 1976.
Por los delitos en el Cuerpo de Caballería de 1 y 60 y en la comisaría Octava de esta ciudad también fue condenado a perpetua.
En 1992 participó en la ocupación del Sindicato Obreros Marítimos Unidos (SOMU), gremio en el que también se destacó un amigo de Yabrán, el Coco Mouriño. Se le han incautado, por lo menos, 15 causas penales por toda clase de delitos: hurto, robo, asociación ilícita, lesiones leves, lesiones calificadas, abuso de armas, etcétera.
En abril de 1988, el entonces juez federal de San Isidro, Alberto Daniel Piotti, le pidió la captura por participar en diversos atentados y delitos comunes perpetrados por grupos asociados con los carapintadas. En 1991 fue detenido al allanarse un departamento sobre la avenida Maipú a pocos metros de la residencia presidencial de Olivos. Se le encontró una credencial que lo identificaba como Enrique Solís, mayor del Ejército Argentino.
En 1984 lo detuvieron por intentar secuestrar a un industrial en La Plata. Tenía en su poder una credencial como asesor del bloque de diputados peronistas En la causa por el asesinato del fotógrafo José Luis Cabezas fue señalado como uno de los cuatro sospechosos que fueron vistos merodeando en torno de la casa del empresario telepostal Oscar Andreani la noche del 25 de enero de 1997, horas antes de que Cabezas fuera asesinado con una metodología que trajo a la memoria colectiva los crímenes de la Triple A y la quema de cadáveres en varios campos de concentración, como el del Pozo de Banfield, donde habría actuado el Indio.
Esa presunción se basa en tres datos: la escucha clandestina de un servicio de inteligencia que involucra en el episodio a este personaje; el asombroso parecido entre Castillo y el identikit de un sospechoso que la Policía Bonaerense estima fiel en un 95 por ciento y la similitud entre la camioneta 4X4 que se le conoce a Castillo y un vehículo que, según denuncia del propio fotógrafo asesinado, lo siguió varias veces en Pinamar. Vale recordar que, por entonces, en las empresas de seguridad de Yabrán trabajaba Adolfo Donda Tigel, el represor de la ESMA ahora detenido en Ezeiza.
En 2022 Carlos Ernesto Castillo pidió el beneficio de la libertad domiciliaria alegando su edad y algunos problemas de salud. Se le denegó el permiso. La Justicia jamás recuperó el dinero que Carlos Ernesto Castillo robó durante más de treinta años de delitos, y que puede estar aún en algún alambique off shore. Se calcula que por secuestros, tráfico de armas y drogas, robos y asaltos la cifra rondaría los diez millones de dólares de la época. Suficiente como para comprar muchas voluntades por su liberación.
El 15 de marzo, un día después de la primera reunión presencial de los diputados libertarios, abogados y jueces en la sede de la Fundación San Elías del sacerdote Javier Olivera Ravasi; los diputados Beltrán Benedit y Alida Ferreyra visitaron a los asesinos presos en Campo de Mayo.
unto al «Tigre» Acosta y Amelong, los recibió el «Indio» Castillo. Al salir de la reunión, donde se hicieron promesas cruzadas en pos de la libertad de los criminales, Benedit escribió: “Protegieron con sus vidas de las garras violentas del marxismo y que la sociedad ha olvidado” y agregó: «Trabajamos por la pronta liberación de todos estos patriotas».