Si la ultraderecha reconocida y autopercibida como tal ganó las elecciones presidenciales, ¿Se derechizó la sociedad? ¿Lograron los medios enfermónicos deslegitimar a todo lo que pueda percibirse como popular y progresista?
Por Alejo Ríos
Hace pocas semanas tuve el privilegio, no hay otra forma de describirlo, de escuchar a Christian Ferrer, sociólogo y ensayista de origen anarquista. El motivo fue la presentación de un libro de la editorial donde trabajo. Concretamente, una traducción del francés al español de un ensayo en torno al pensamiento de Guy Debord, quien desarrolló una crítica devastadora a la cultura contemporánea a través de su obra La sociedad del espectáculo (1967).
Muchas de las reflexiones de Ferrer me han revelado mucha data por desentrañar, que he querido volcar en este ensayo. Los motivos son varios. Obviamente que sobresalta una admiración a la internacional situacionista y el mayo francés. Pero lo que amerita este bosquejo es la extraordinaria sed de sensacionalismo por parte del aparato libertario que se hizo cargo del gobierno hace ya casi un año. Y parece que es un síntoma contagioso a todo el arco político.
Si la ultraderecha reconocida y autopercibida como tal ganó las elecciones presidenciales, ¿Se derechizó la sociedad? ¿Lograron los medios enfermónicos deslegitimar a todo lo que pueda percibirse como popular y progresista? Lo que me surge es que quizá sea así, que algunos que tienen el deber de informar, no descansan sus rodillas y se subordinan al proyecto elitista de turno. Parece una metáfora de la Argentina, ya que es fácil seguir engañando a mucha gente de que todo marcha “más o menos bien”.
El primer año del gobierno de Javier Milei no puede entenderse sin recurrir a las reflexiones de Guy Debord y su crítica a la sociedad del espectáculo. En su obra de 1967, Debord advierte que, en el capitalismo avanzado, la vida se reduce a una representación constante. Las relaciones sociales, el poder y hasta los ideales políticos se transforman en imágenes y simulacros que alienan a las personas de la experiencia directa de la realidad.
Milei, un fenómeno político en sí mismo, representa la encarnación contemporánea de esta lógica espectacular. Su ascenso y consolidación no se basan en proyectos estructurales o ideas complejas, sino en una narrativa mediática que combina sensacionalismo, polarización y performance. Es un líder que, lejos de escapar del espectáculo, lo utiliza como arma política para construir un discurso que sirve a intereses corporativistas y profundiza las desigualdades sociales.
Milei como espectáculo
El oficialismo es, ante todo, un gobierno de imágenes. Desde los gritos en los debates televisivos hasta los discursos incendiarios plagados de referencias a la «casta», Milei ha demostrado una maestría en transformar la política en entretenimiento. Su capacidad para capturar la atención de los medios y las redes sociales no radica en la profundidad de sus propuestas, sino en su habilidad para generar titulares virales y controversias diseñadas para monopolizar el discurso público.
Sin embargo, este sensacionalismo no es un accidente ni un mero estilo personal; es una estrategia política consciente. En la sociedad del espectáculo, el contenido pierde importancia frente a la forma. Lo que importa no es si sus medidas económicas son sostenibles, o si su visión cultural es inclusiva, sino, si puede mantener el protagonismo en un ciclo mediático que exige constantes dosis de dramatismo. Milei no gobierna desde un programa, gobierna desde un set donde cada declaración o medida es una escena cuidadosamente diseñada para alimentar el espectáculo.
Es allí donde Milei se consolidó como líder de un movimiento que captó a un electorado cansado de las élites políticas tradicionales y sus promesas incumplidas. Este fenómeno no puede entenderse sin reconocer el contexto de profunda crisis económica y desconfianza institucional en el que surgió. Su retórica teatralizada contra «la casta» conectó con sectores diversos, desde jóvenes desencantados hasta pequeños empresarios asfixiados por la carga fiscal. Sin embargo, más allá de su discurso disruptivo, el movimiento carecía de una ideología consistente o un plan de gobierno claro. Su campaña se apoyó en un marketing político eficaz que convirtió consignas como “Viva la libertad, carajo” en símbolos de una rebelión populista que prometía cambiarlo todo.
El éxito de esta estrategia no solo expuso las grietas del sistema, sino que también mostró cómo las emociones exacerbadas por las redes sociales y el sensacionalismo mediático, pueden moldear la opinión pública más allá de las propuestas concretas. En este sentido, el ascenso de Milei fue tanto un síntoma de la crisis como un reflejo de la decadente política espectáculo que domina el siglo XXI.
Mientras la gente se entretenga, todo irá bien. Por eso, el espectáculo debe continuar y SC lo sabe.
Corporativismo y control cultural
La conexión entre el sensacionalismo de Milei y su agenda corporativista es clara. La alienación que genera el espectáculo no solo distrae a la ciudadanía de los problemas estructurales, sino que facilita la implementación de un modelo político y económico que concentra el poder en manos de unas pocas corporaciones. Mientras los ciudadanos están absortos en el show mediático, se consolidan políticas que benefician a las élites económicas y erosionan derechos sociales.
En el plano cultural, el proyecto de Milei también se nutre de la lógica espectacular para imponer un discurso hegemónico. Bajo la excusa de combatir el denominado “marxismo cultural”, su gobierno ha promovido un control férreo sobre las narrativas culturales e intelectuales del país. Las universidades, los medios de comunicación y las artes han sido objeto de reformas que buscan desmantelar el pensamiento crítico y reemplazarlo con una visión individualista y autoritaria de la sociedad. En este sentido, su política cultural es una forma de colonizar la imaginación colectiva, utilizando el espectáculo no solo como distracción, sino como herramienta de dominación.
Este fenómeno no es casual. En un sistema mediático dominado por algoritmos que priorizan la viralidad, los políticos se ven obligados a competir por la atención del público en términos cada vez más superficiales. Esto crea un círculo vicioso: mientras más se alimenta el sensacionalismo, más se refuerza una política desconectada de la realidad, que opera en función de las tendencias mediáticas y no de las necesidades de la gente.
La marcha de los desocupados y desclasados es un ejemplo paradigmático de cómo el sensacionalismo margina a quienes ya están en los márgenes. Estas movilizaciones, que deberían ser el centro de la atención política, rara vez logran romper el cerco mediático. Sin cobertura significativa ni discusión pública, sus demandas no llegan a los oídos de quienes tienen el poder. En su lugar, los titulares del día se centran en trivialidades: una pelea en redes sociales, un comentario desatinado de algún funcionario o las últimas encuestas de intención de voto.
La desconexión de la política tradicional
Este sistema de alineamiento político también tiene un impacto profundo en las clases dirigentes. Al operar dentro de una burbuja mediática, los partidos tradicionales se alejan cada vez más de las preocupaciones reales de sus electorados. La obsesión por el espectáculo no solo los distrae de los problemas estructurales, sino que también los convierte en prisioneros de una lógica que premia la teatralidad sobre la eficacia.
desconexión es evidente en la elaboración de sus estructuras de pensamiento. Las demandas de los sectores más vulnerables, como los desocupados que marchan exigiendo trabajo digno, no solo son ignoradas, sino que a menudo se enfrentan a un doble castigo: la indiferencia de las élites y la estigmatización mediática. En lugar de tratar a estas movilizaciones como legítimas expresiones de un problema sistémico, el sensacionalismo tiende a caricaturizarlas como actos de caos o vandalismo, perpetuando un discurso que justifica la inacción política.
El Situacionismo como contrapeso teórico
La Internacional Situacionista y la crítica de Debord ofrecen una herramienta invaluable para analizar este fenómeno. Los situacionistas denunciaron cómo el espectáculo convierte a los individuos en espectadores pasivos de su propia vida, incapaces de actuar sobre la realidad que los rodea. Propusieron, en cambio, la creación de «situaciones» que permitieran a las personas experimentar el mundo de manera directa y recuperar su agencia.
En el contexto del gobierno de Milei, esta crítica adquiere una relevancia renovada. Su espectáculo no sólo aliena, sino que desactiva cualquier posibilidad de resistencia efectiva. Mientras los ciudadanos discuten el último escándalo o réplica mediática, las desigualdades se profundizan y las estructuras corporativistas se fortalecen. La verdadera oposición no radica en entrar en su juego mediático, sino en construir espacios donde se pueda debatir, organizar y actuar fuera de la lógica espectacular que domina su narrativa.
Un gobierno vacío de contenido
El primer año de Milei demuestra que el espectáculo, aunque poderoso, no puede sostenerse indefinidamente. Si bien logró estabilizar la inflación a través de políticas ortodoxas como una dolarización “in pectore”, lo hizo a costa de una agudización de las desigualdades y un deterioro en las condiciones de vida de los sectores más vulnerables. La dependencia del espectáculo como herramienta de gobierno es, a la larga, insostenible. Como advierte Debord, el espectáculo puede ocultar la realidad por un tiempo, pero no puede reemplazarla.
En última instancia, el desafío no es sólo enfrentar las consecuencias económicas y sociales del gobierno de Milei, sino también romper con la lógica espectacular que lo sustenta. Esto requiere recuperar una política basada en la acción, la participación y la experiencia directa, y rechazar el sensacionalismo vacío que reduce la democracia a un show televisivo. La lección es clara: solo cuando dejamos de ser espectadores podemos empezar a construir una sociedad genuinamente libre y equitativa.