Fuertes resistencias, de uno y otro lado, caracterizan el sendero transitado en pos de la obtención de justicia por el genocidio llevado adelante por la dictadura cívico-militar. Lo que vendrá.
Por Mirta Quiles
Con el triunfo electoral de La Libertad Avanza se abre una nueva etapa en lo que se denomina la lucha por los derechos humanos violados sistemáticamente durante la última dictadura cívico-militar entre 1976 y 1983. Hasta hoy, ningún candidato presidencial con chances serias de llegar al sillón de Rivadavia había hablado de «excesos» y reproducido casi a pie juntillas el discurso de los dictadores durante su campaña. Y menos aún, nunca una vicepresidenta era la titular de una organización que reivindica la dictadura del 76. Todo hace prever que este nuevo ciclo intentará borrar de un plumazo los avances que hasta hoy se han logrado sobre el tema. Sin embargo, más allá del paradigma que pretenda instaurar este Gobierno, seguirá en marcha una lucha que tiene su origen en plena dictadura, de la mano de los movimientos de denuncia del Terrorismo de Estado, y que es la lucha por el sentido, por el sentido de ese pasado reciente que, como sostiene Pilar Calveiro, parte de las urgencias del presente y, sobre todo, desde la forma en cómo nos planteamos hacia adelante, al futuro.
Autoamnistía, demonios e indulto
Tras la derrota de Malvinas, el fuerte deterioro económico y social y las denuncias por violaciones a los derechos humanos creciendo a paso acelerado en los ámbitos internacionales y nacionales, la dictadura convoca a elecciones presidenciales para octubre de 1983. Casi un año y medio después de la guerra, y sin poder concretar un pacto con los partidos políticos sobre la no revisión de lo actuado en el tema de los detenidos-desaparecidos, el último mandatario de la dictadura, el general Reynaldo Bignone, da una versión oficial que pretende actuar como punto final: la «Ley de Pacificación Nacional» o «Ley de Autoamnistía», que extinguía las acciones penales emergentes de los delitos cometidos con motivación o finalidad terroristas y a todas las acciones realizadas para prevenir esos delitos. Una interpretación errónea acerca de la importancia de la fuerza simbólica del sector de los movimientos de denuncia y sus reclamos en la opinión pública, ahora con fuerte apoyo social.
Con el triunfo de Raúl Alfonsín en las elecciones generales, el presidente electo debe enfrentarse al problema de los problemas: cómo gestionar las secuelas del terrorismo de Estado. Ya desde su campaña, Alfonsín desarrolla en su discurso una idea de democracia asociada con la solución del problema de los derechos humanos y con el respeto futuro de las libertades individuales, en contraposición al pasado violento, equiparado con la dictadura, la inseguridad legal, la muerte y el terror. Así, la democracia aparece como la condición misma de los derechos humanos y su lucha. En ese rumbo, a tres días de asumir, firma una serie de decretos: convoca al Congreso a sesiones extraordinarias para derogar la Ley de Autoamnistía; crea la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (Conadep), a cargo de «personalidades notables» para relevar la verdad de lo sucedido. Y en dos decretos consagra con claridad el paradigma elegido para hacer frente al problema: la «Teoría de los dos demonios», que se explicita aún más claramente en el prólogo de la primera edición del Nunca Más. Ellos son, el decreto 157/83 que ordena la persecución penal de líderes de las organizaciones; y el 158/83 a través del cual, en su carácter de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, ordena al Consejo Superior de las Fuerzas Armadas, el arresto y enjuiciamiento de los miembros de las tres primeras juntas militares.
Frente a las demoras para enjuiciar a las juntas, la presión social encabezada por los movimientos de denuncia y reforma del Código de Justicia Militar mediante, en octubre de 1984 la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal desplaza al tribunal militar y se hace cargo de la emblemática causa 13/84, conocida como el «Juicio a las Juntas». Tras seis meses de audiencias, en su sentencia, la Cámara Federal condena a cinco de los nueve acusados, establece la existencia de un plan criminal y ordena juzgar hacia abajo. El fallo fue recibido por los movimientos de denuncia y la sociedad en general de manera dispar. En su mayoría, con gusto a poco y sabor amargo. En particular, por las cuatro absoluciones. Sin embargo, la sentencia dejaba un resquicio para enjuiciar a los autores inmediatos de los crímenes de Estado: el punto 30 borraba la frontera entre órdenes cumplidas y excesos: todos los militares implicados en la represión eran susceptibles de ser juzgados. La estrategia planificada por el alfonsinismo −reducir el número de causas que implicaban a los responsables militares para preservar la posición y el papel de las Fuerzas Armadas como institución del Estado− para clausurar el tema había fallado. Tanto las Instrucciones a los fiscales, como las leyes de Punto Final y Obediencia Debida (OD) no fueron más que expresiones de impotencia. Los siete artículos de la ley de OD, aprobados en el Congreso, marcarían los siguientes 16 años de la vida nacional: todos los delitos contra la humanidad pasaban a la categoría de órdenes cumplidas, salvo el robo de bebés nacidos en cautiverio. No había margen para la reparación de las víctimas salvo en ese punto −que los movimientos de denuncia sabrían aprovechar, por ejemplo, iniciando procesos judiciales en el extranjero−. Quedaban así consagradas «las leyes de impunidad», por las cuales el primer Gobierno democrático, jaqueado por las sublevaciones militares y la situación social cada vez más complicada como consecuencia del deterioro económico, había elegido cerrar el problema de los problemas. Sin embargo, los movimientos de denuncia y la sociedad no se darían por vencidas, a pesar de que la década venidera tampoco jugase a su favor.
Los años 90, además de la llegada del programa económico neoliberal, vino acompañado de un nuevo paradigma −en parte sostenido sobre el anterior− para «resolver el tema de los desaparecidos»: la «pacificación y reconciliación nacional».
Este fue el principal punto de articulación del menemismo, un camino para alcanzar la estabilidad democrática y económica amenazada por las sublevaciones militares y la hiperinflación. Este paradigma implicaba la reconciliación del pueblo argentino dividido, que dio fundamento a los indultos ‒que consagraban más profundamente la «teoría de los dos demonios»‒ y las leyes de reparación económica a las víctimas de terrorismo de Estado. En esta nueva configuración discursiva, la demanda de justicia por los crímenes de la dictadura era asociada con ese pasado reincidente de odios, rencores y venganzas que se originaban principalmente en los reclamos insatisfechos que provenían de la confrontación de «los dos demonios». De esta manera, estos reclamos que boicoteaban la unión y paz nacional debían quedar definitivamente en el pasado. En esta etapa los derechos humanos, y no solo los referidos al pasado reciente, en su más amplia acepción, fueron desplazados a las márgenes por el discurso oficial. Sin embargo, como en 1986 el punto 30 de la sentencia en el Juicio a las Juntas había permitido «empujar» los pedidos de justicia, durante los años 90 la ventana dejada por la apropiación de menores lleva a Videla a la cárcel, tras ocho años de ser indultado. Pero, además, los movimientos de denuncia crean nuevas estrategias para que los crímenes de Estado −fuera de la agenda judicial, bloqueados por las leyes de impunidad y los indultos− no pasen al olvido. Incluso, nacen nuevos, como la agrupación HIJOS, en 1996, a 20 años del golpe cívico-militar, con su consigna de «si no hay justicia, que haya escrache»; los Juicios por la Verdad impulsados en 1998 por familiares de víctimas del terrorismo de Estado, sobrevivientes y movimientos de denuncia, que se constituyeron para reunir información y pruebas como una alternativa para eludir la impunidad; y los juicios en el exterior, principalmente en Francia, España e Italia, con sus correspondientes pedidos de extradición de represores, fueron solo algunas de las estrategias para cimentar las memorias en esta década de impunidad.
Nuevo siglo. Impulsos y resistencias
Tras 10 años de neoliberalismo y con el estallido del régimen de Convertibilidad, la sociedad argentina, gracias al proceso de memoria impulsado por los movimientos de denuncia que nunca dejó de crecer y disputar sentidos, comienza un trabajo de vinculación entre la impunidad de los años 90 con la impunidad fundante, la del terrorismo de Estado. Es en ese contexto donde los movimientos de denuncia con fuerte apoyo social profundizan la lucha por la derogación de leyes de impunidad que impedían obtener justicia. Así, en 2003, el poder legislativo primero (que anuló estas leyes) y la Corte Suprema de Justicia después, que dictó su inconstitucionalidad, abrieron una nueva etapa, la segunda de los juicios contra los responsables del terrorismo de Estado, no exenta de fuertes resistencias por parte del Poder Judicial. Una serie de políticas públicas y programas, como Memoria, Verdad y Justicia, impulsaron, junto con los movimientos de denuncia, avances en los juzgamientos. De acuerdo a la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad, del Ministerio Público Fiscal, desde 2006 hasta septiembre de 2023, se dictaron 307 sentencias en juicios por crímenes de lesa humanidad: fueron condenadas 1.159 personas y 178 resultaron absueltas. Un número reducido si se tiene en cuenta que, en 2006, por primera vez un tribunal reconoce jurídicamente la figura de genocidio en el texto resolutivo de una sentencia, sentado un precedente fundamental para todas las causas por los crímenes de la dictadura. Es en el juicio contra el represor Miguel Etchecolatz (donde desaparece por segunda vez el testigo Jorge Julio López).
Los avances logrados en materia judicial durante la primera década y media del siglo fueron puestos en jaque durante el gobierno de Cambiemos, incluso antes de ser electo. «Conmigo se acaban los curros en derechos humanos», afirmó Mauricio Macri, a fines de 2014. Mientras que, a un mes de asumir, en enero de 2016, el entonces secretario de Derechos Humanos de Nación recibió en la ex-Esma al denominado Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv), cuya titular es Victoria Villarruel. «Primera vez en treinta años de democracia que un funcionario nacional recibe a la ONG de las víctimas del terrorismo», sostuvo la actual vicepresidenta en esa ocasión. Pero fue sin dudas el fallo del 2×1 en beneficio del represor Luis Muiña, dictado por la Corte Suprema de Justicia, con dos nuevos integrantes nombrados por el macrismo, en mayo de 2017, lo que demostró los reflejos de la sociedad argentina contra toda medida que ampare la impunidad de los responsables del genocidio. El intento del máximo tribunal de imponer «nuevas» visiones jurídicas fue derrotado en las calles, una vez más. Y como otra muestra de la inventiva de la sociedad argentina, se crea una nueva agrupación, Historias Desobedientes, conformada por un grupo de hijas e hijos de militares y policías que rechazan a sus padres que formaron parte del terrorismo de Estado.
Los siete presidentes que dirigieron al país en estos 40 años debieron gestionar las secuelas del terrorismo de Estado, de acuerdo a las urgencias de su presente. Todos ellos dieron un mensaje en ese presente acerca del pasado. Qué sucederá con este próximo Gobierno aún se desconoce. Aunque se delinea un escenario no demasiado venturoso.
Charlamos con Guadalupe Godoy, directora de Políticas de Memoria de la Universidad Nacional de La Plata y abogada en juicios de Lesa Humanidad sobre lo que vendrá: «Los juicios van a seguir siendo un escenario que va a contribuir a la disputa de sentido. Sin embargo, los embates van a ser numerosos. Será una reedición potenciada de lo que fue el Gobierno de Macri, que se caracterizó por la deslegitimación del movimiento de derechos humanos, a través de distintas estrategias, como acusarnos de «currar». Villarruel habla de la industria de juicios de lesa humanidad. Además, va a haber intentos de obtener judicialmente o por alguna vía, liberar a los represores. Por ejemplo, a través del vencimiento del plazo razonable, o alguna cuestión que tenga que ver con la violación de derechos y garantías en el proceso penal, como lo fue el intento del 2×1. Y seguramente va a haber un intento de habilitación de la teoría de los dos demonios judicialmente». Sin embargo, sostiene: «Para mí, las disputas son permanentes. No hay clausura de etapas. Esta disputa es parte de los avances y retrocesos de todo proceso. Todo siempre está en disputa. Y no hay que dejar de confiar en la enorme creatividad del campo popular para seguir luchando de múltiples maneras. Porque nunca se abandonó el camino de justicia».
En pleno menemismo, en 1990, los gritos de la presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, rodeada de policías, para impedirle ingresar a la Catedral en el tedeum del 9 de Julio, resuenan hoy más que nunca: «Por más que nos tapen, estamos. Por más que nos pongan más de mil milicos adelante, estamos. Por más que no les guste, estamos. Por más que nos quieran tapar, estamos. Y si nos matan, seguiremos estando».