¿Está surgiendo en la economía global una clase que se ubica por sobre capitalistas y trabajadores? ¿En qué basan su dominio los «señores feudales» del ciberespacio? Ultraderecha y tecnomillonarios.

Por Esteban Magnani
¿Cómo se habrá sentido un senador romano a mediados del siglo IV, poco antes de la caída de Roma? ¿Y un cortesano parisino en los años previos a la Revolución Francesa? ¿Habrán percibido que la crisis que vivían era distinta de las anteriores? ¿Es posible tener dimensión de lo que ocurre en tiempo real?
No son pocos los pensadores que se preguntan cómo debería denominarse el actual sistema de producción. ¿Qué tipo de capitalismo estamos viviendo? Algunos prefieren agregarle palabras como «de plataformas», de «vigilancia» o «financiarizado» para resaltar algunas de sus características novedosas, pero sin considerar que haya cambios sistémicos. Otros, más osados, prefieren diagnosticar en tiempo real que está surgiendo otro paradigma, con una nueva clase que se ubica por encima de capitalistas y trabajadores.
El ejemplo más claro de este tipo de análisis es el que plantea Yanis Varoufakis en su libro Tecnofeudalismo, donde explica que luego de la crisis de 2008 se produjo un desarrollo acelerado de «feudos en la nube». De allí surgen los «nubelistas», como llama a los nuevos rentistas del ciberespacio; son los nuevos tecno-mega-millonarios que instalaron sus plataformas como espacios a los que, tanto capitalistas como empleados o lo que llama «precariado» (en referencia a los trabajadores de plataformas), deben someterse para acceder al mercado: los fabricantes de productos, a Amazon o Mercado Libre; las startup, a Android o Apple; los generadores de contenidos, a YouTube o Instagram; los músicos, a Spotify; los conductores, a Uber o Didi; los desocupados, a Rappi o PedidosYa; etcétera. Para trabajar, ofrecer productos o vender servicios, todos deben pagar un tributo a los dueños de las plataformas.
Los nubelistas cobran un peaje al resto por acceder al mercado. De la misma manera que un siervo de la gleba debía pagar impuestos al señor feudal por trabajar la tierra y pagar impuestos a cambio de ello, ahora hasta los capitalistas deben pagar por tener su parcela en la nube para ganarse la vida. Para Varoufakis, este proceso avanza a toda velocidad y va restringiendo cada vez más los espacios alternativos que no están controlados por un puñado de plataformas globales que construyen un capa nueva sobre el sistema y modifican el modo de acumulación.
Revolución para pocos
Una prueba de cómo ha funcionado la tan celebrada revolución digital es que en los últimos años no se ha visto un crecimiento significativo en la economía global. Sí ha servido, en cambio, para que los tecnomillonarios acumulen poder y sean aún más ricos. La innovación ha sido puesta al servicio de la concentración de recursos que antes se distribuían entre más actores, y no en hacer más eficiente la producción para que las porciones de la torta que tocan a cada uno crezcan proporcionalmente. La revolución digital que permite hacer «todo» de manera más rápida y eficiente, tampoco se ha traducido en más tiempo libre para las mayorías.
Este modelo de acumulación «superador» es la base sobre la que se construye un nuevo paradigma que se completa en otros ámbitos y lo retroalimenta. Por ejemplo, el sistema político del último siglo da señales de una crisis brutal. Un ejemplo del poder de las tecnologías digitales lo dio el uso de las redes sociales para intervenir sobre la política y la sociedad, como comenzó a ocurrir en 2016, cuando Cambridge Analytica «hackeó» las elecciones en los Estados Unidos.
Con una intensidad creciente, las democracias se ven desafiadas por una ultraderecha que aprovecha la insatisfacción general para dirigirla contra las instituciones y liberarse de cualquier restricción estatal que obstaculice este nuevo modo de acumulación. También aprovechan la desilusión que provocó el «neoliberalismo progresista», como llama Nancy Fraser a la utilización de las banderas de derechos para las minorías que hicieron algunos Gobiernos, pero sin modificar la matriz neoliberal de sus políticas.

El ejemplo paradigmático de esta combinación fue el Gobierno de Barack Obama, quien asumió con el apoyo de los sectores más progresivos de la población estadounidense, pero apenas asumió rescató con fondos públicos a los que produjeron la crisis de 2008, mientras promovía la austeridad para el resto de la población. La ultraderecha usa esta contradicción como excusa para arrasar con todo tipo de derechos y promover una libertad de mercado que se traduce en la ley del más fuerte, creciente concentración y la intervención directa de tecnomillonarios sobre el Estado. El caso de Elon Musk prometiendo desarticular la burocracia estatal motosierra en mano es sintomático del objetivo de los «nubelistas» de barrer con la política para plantear un pensamiento tecnocrático legitimado, entre otras cosas, por la supuesta neutralidad de la IA.
Nuevos sujetos
Mientras todos estos cambios se producen a nivel económico y político, por «debajo» hay señales de un cambio social e individual profundo, acelerado por la digitalización durante la pandemia. La idea de salvarse solo se promueve como única salida; sintomáticamente, se multiplican las estafas piramidales y las apuestas online. Sobre todo, entre los jóvenes que ven su socialización mediada por plataformas, crece la sensación de soledad y depresión de manera directamente proporcional al tiempo que pasan con los celulares, como explica Jonathan Haidt en La generación ansiosa. O peor aún, sufren problemas de desarrollo cognitivo, como sostiene Michel Desmurget en La fábrica de cretinos digitales. La neurociencia, la IA, la automatización al servicio de una nueva forma de gobierno de las emociones se ha recargado con el poder de lo digital que accede directamente a cada persona sin intermediarios para intervenir sobre conductas y estados de ánimo al servicio de distintos modelos de negocio o proyectos políticos.
¿A qué conduce este nuevo sistema-mundo? La tendencia no parece alentadora y la posibilidad de pensar alternativas está restringida por la llegada de un cambio climático que limita el tiempo disponible. Históricamente, las élites, que tenían el poder para modificar el rumbo de sus civilizaciones, eran también las principales beneficiarias del sistema. Las señales de decadencia les llegan tarde, como le ocurrió al emperador Rómulo Augústulo en el 476 o a Luis XVI en 1789. Esta vez, no parece ser la excepción: los tecnomillonarios que estuvieron en la primera fila durante la asunción de Trump aceleran a fondo.
Sin embargo, la estabilidad del proyecto no está garantizada ni mucho menos. La historia nunca tiene un desenlace escrito previamente. Por lo pronto, estos ultrapoderosos están acostumbrados a apostar fuerte para matar o morir y tienen serios problemas para articular con otros en los que solo ven competidores. Sus proyectos no suelen ir más allá del beneficio individual, por lo que pueden terminar socavando la base del sistema que están creando. Es allí donde la acción colectiva puede encontrar las grietas por donde colar sus proyectos para un mundo mejor.