La fórmula de unidad de Unión por la Patria generó un efecto sorpresa cuya onda expansiva alcanzó a propios y ajenos. El arco narrativo de la militancia pendula entre la noción de traición a las bases y la idea de una jugada maestra en un escenario electoral imbuido por apatías, cansancios y frustraciones. Una especie de “estrategia de la provocación” para reapropiarse de ciertas herramientas discursivas y simbólicas que las fuerzas antipopulares masterizaron en el lenguaje político.

Por Flora Vronsky

“Mis amigos saben que desde el 2015 no soy muy feliz políticamente”. Con un dejo casi poético, esto decía un compañero en un grupo de whatsapp la noche del viernes, minutos después de que Unión por la Patria, ex Frente de Todos, anunciara de manera oficial la fórmula de unidad (Sergio Massa-Agustín Rossi) que competirá en las PASO en agosto. La unidad, la felicidad, también la necesidad bien podrían ser una tríada conceptual, cuyas tensiones profundas funcionen como cuñas hermenéuticas para navegar la convulsión que transpira este tiempo político. 

Porque está claro que de todas las fórmulas a precandidatos presidenciales anunciadas, la de Unión por la Patria fue la que generó el efecto más rutilante. Una suerte de electrificación que se fue expandiendo a todos y cada uno de los estratos que conforman el campo nacional y popular, desde las esferas que detentan mayor poder a los espacios más recónditos de la militancia. Una especie de shock que, aún en su brevedad, fue igualador y radicalmente transversal. La onda expansiva alcanzó también a las fuerzas opositoras. Lo prueba la estupefacción de los operadores mediáticos ante el anuncio y la reunión de urgencia convocada por la dirigencia de Juntos por el Cambio horas después.

Quizás haya operado un dispositivo que comúnmente se la ha atribuido a las derechas contemporáneas cuando se estudian sus procesos de radicalización, y que se conoce como “provocación estratégica”. Quizás, en cierto modo, ha sido escuchado ese reclamo, generalizado en algunos sectores, que pide fagocitar ciertas herramientas discursivas y simbólicas que las fuerzas antipopulares han logrado masterizar en el lenguaje político, para operar sobre ellas una reapropiación.

El suspenso de estas últimas semanas, los spots como el de Wado de Pedro publicado unas horas antes del anuncio de la fórmula, la posible precandidatura de Juan Manzur a la Vicepresidencia y la verborragia incesante de un análisis político en modo desesperación, bien podrían haber sido elementos de una estrategia de la provocación. Una provocación entendida más bien como una agitación benévola de un escenario electoral imbuido por apatías, cansancios y frustraciones multicausales, en el que ya se estaba generalizando ad intra la latencia de que la tragedia de 2015 se repetía como farsa.

Luego del proceso inescapable de digerir y metabolizar de algún modo el shock, se comenzaron a construir las posibles variantes de sentido que moldearon la fórmula. A grandes rasgos, el arco narrativo pendula (y lo sigue haciendo) entre la noción de traición a las bases por parte, especialmente, de Cristina Fernández de Kirchner por haberle dado a Sergio Massa el encabezamiento, y su opuesto no complementario de estar, una vez más, ante una jugada maestra de la Vicepresidenta de la Nación y conductora de la mayor fuerza política del campo nacional y popular. Quizás la jugada maestra no sea más (ni menos) que emerger como garante de la actual unidad. 

Sin dudas, es un arco legítimo si se tienen en cuenta el estado actual de la economía, el costo de vida y las exclusiones que este genera; los condicionamientos del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional; las falencias irrefutables en la redistribución; el backlash ideológico/político ante inclusiones y derechos conquistados por el saldo acumulativo de los feminismos; la crisis de representación que atañe a nuestras fuerzas políticas tradicionales como lo hace a nivel global; la angustia provocada por la brutal represión de Gerardo Morales en la provincia de Jujuy como antesala plausible de un futuro más bien infernal; y la necesidad de encontrar respuestas simples ante aquello que nos cuesta entender o de lo que, por fuerza y lógica, no formamos parte.

Lo problemático de los estados de shock es que, aunque sean necesarios y en un punto bienvenidos, dificultan el camino de la reflexión y la mirada crítica. No sólo porque exigen un tiempo para la recuperación, sino también porque avizoran la posibilidad de que, una vez compuestos y ya con otra disposición incluso afectiva, los resultados de las reflexiones posteriores no satisfagan nuestros deseos, no logren explicarnos todo de forma autoconclusiva. Y nos muestren matices, periferias de sentido o incluso imágenes contundentes cuyas fragmentaciones no logramos unificar. 

Porque el deseo es constitutivamente esquivo, es informado por procesos que se nos escurren y, por tanto, hace de la insatisfacción su única propiedad permanente. La necesidad, por otro lado, es implacable, insustraible y limitada; por eso es susceptible de ser satisfecha. En estado continuo de tensión, ambas nociones son la potencia kinética de lo político. 

En una traducción del todo cuestionable, podríamos decir que el deseo se ubica en la construcción de poder que permita al menos una posibilidad real de disputar la elección y no entregarles a las fuerzas opositoras el futuro posible. Y que la necesidad, por su parte, se despliega en una fórmula mucho más competitiva a nivel electoral que pueda sustraer votos de manera concreta al menos a un sector de la oposición en función de lo anterior. Varios dirigentes (no muchos) han sido conscientes de semejante tensión y han actuado en consecuencia. Por poner solo tres ejemplos bastante incandescentes con el diario del lunes: el viaje  a China de Máximo Kirchner junto con Sergio Massa, lo innegociable de la fórmula Axel Kicillof-Verónica Magario en la Provincia de Buenos Aires como bastión político abroquelado en el que los hijos de la generación diezmada puedan efectivamente transformar la historia, y la foto escenográfica de esa tarde lluviosa del pasado acto del 25 de mayo, desde la que Cristina esmeriló con firmeza y perseverancia el pedido claro de la “comprensión de texto”.  

Juan Domingo Perón decía que para pelear hay que estar vivos. Eva Perón decía que se renuncia a los honores pero no a la lucha. Néstor Kirchner decía que los muertos no pagan las deudas (ni las económicas ni ninguna otra). «Para ganar hay que apostar», dijo Cristina en su primera aparición pública tras el anuncio, en un acto en el que compartió escenario con Sergio Massa. Y aunque hoy las necesidades de las mayorías no vistan las ropas de la revolución, o los sectores más contrahegemónicos del campo nacional y popular estén aún en un proceso de construcción de poder por demás esperanzador, revitalizante y necesario, quizás se trate de un horizonte posible en el que el ajuste no sea tan brutal, de que al menos no lo haga la derecha más brutal, violenta y deshumanizadora, de comprender las crisis internas en toda su epocalidad para replegar, consolidar y estabilizar ciertas estructuras que incluyan políticas públicas más justas. 

En el devenir de la comprensión, es insoslayable el hecho de que las cosmovisiones políticas de Patricia Bullrich, Gerardo Morales, Horacio Rodríguez Larreta o Javier Milei no pueden ser puestas de manera falaz en estado de equivalencia con un peronismo que no sólo tiene ataduras y obligaciones populares, sino también una batería interna de reflejos históricos que son como pulsos constantes y articuladores, más allá de los cálculos y los nombres propios.

La realidad es la fuente de gran parte del abanico de fuerzas que nos constituyen como sujetos, incluido el deseo, el amor, la felicidad. Pero el realismo es más opaco y conspira contra los puntos de fuga más luminosos, porque es el portavoz de la necesidad en todo lo que tiene de implacable. Sólo se le puede extraer algo del orden del deseo, de la posibilidad, con la fuerza sísmica de un shock. Y la negación irrenunciable a poner en la ruleta histórica el sufrimiento del pueblo. “Mis amigos saben que desde el 2015 no soy muy feliz políticamente”, decía el compañero en el grupo, y agregaba, “No creo en la idea de que ‘cuanto peor, mejor’, porque la historia demuestra que peor siempre es peor. Y la felicidad desaparece por completo”. 

El deseo también tiene su sabiduría.

Fuente: (Revista Anfibia)

Foto: (Télam)

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