En el imaginario de nuestras naciones latinoamericanas aún persiste la figura del héroe militar decimonónico como imagen fundante. Sin embargo, a lo largo del siglo xx se forjaron nuevas identidades colectivas que trascendieron esas fronteras para volverse referentes de alcance mundial que se identifican rápidamente en un retrato. Laura Malosetti Costa indaga acerca de la capacidad de algunos retratos para sostener afectivamente comunidades imaginarias -tanto de devoción como de odio-, en dos casos paradigmáticos del siglo xx: Evita y el Che. Un fragmento de “Retratos públicos” (Fondo de Cultura Económica).

Hoy su cara está en todas las remeras
Es un muerto que no para de nacer
Bersuit Vergarabat
«Murguita del Sur» (1998)

Este libro está dedicado al origen, el impacto público, la persistencia en la memoria de algunos retratos del siglo XIX latinoamericano que se volvieron icónicos y —en algunos casos— el rostro mismo de las naciones. Analiza el momento en que la invención de la fotografía desafió las reglas del género sin llegar a desplazar la pregnancia de las grandes pinturas al óleo. Pero no quisiera cerrarlo sin algunas reflexiones finales acerca de ciertas continuidades y decisivas novedades que se desplegaron a lo largo del siglo XX y las primeras dos décadas del siglo XXI alrededor de estas cuestiones.

La devoción popular, la censura y los actos de iconoclasia que sufrieron algunos retratos icónicos del siglo XX y XXI sería el asunto de otro libro, con una complejidad vinculada, por un lado, a las novedades técnicas: la creciente presencia de la fotografía en la prensa y sus usos políticos, pero sobre todo el surgimiento de nuevos medios audiovisuales en constante ampliación de su velocidad y alcances. La circulación instantánea y las posibilidades de manipulación de las imágenes que habilitó la tecnología digital han impreso nuevos ritmos y transformaciones en las culturas de masas cada vez más interconectadas.

Por otro lado, el vertiginoso cambio en la magnitud y los alcances de las guerras, la invención de armas de destrucción masiva que pusieron a la humanidad ante la posibilidad de matar a distancia e incluso de extinguirse necesariamente transformaron las expectativas y los lugares posibles para la retórica formal de los gestos heroicos consagrados por la tradición. Surgió otra clase de liderazgos políticos y militares que se difundieron en imágenes cuya circulación, ascenso y caída parecen más veloces que nunca. Las conquistas y los nuevos lugares que hemos logrado las mujeres en buena parte de las sociedades humanas gracias a las luchas feministas desde principios del siglo XX también generaron nuevas líderes, mártires y heroínas, algunas de cuyas imágenes se volvieron icónicas.

Aun cuando persiste en el imaginario de nuestras naciones latinoamericanas la figura del héroe militar decimonónico como imagen fundante, a lo largo del siglo XX se forjaron nuevas identidades colectivas que trascendieron esas fronteras para volverse referentes de alcance mundial y que se identifican rápidamente en un retrato. De modo que estas breves reflexiones finales están dedicadas a dos figuras icónicas que han saltado de América Latina a la esfera mundial y se han vuelto objeto de innumerables artículos periodísticos, indagaciones históricas, ensayos críticos y académicos, tesis doctorales, novelas, películas, reapropiaciones en obras de arte contemporáneo, exposiciones y manifestaciones populares: Eva Perón y Ernesto “Che” Guevara. La deriva de sus imágenes sugiere la continuidad de algunas cuestiones que hemos visto surgir en la retratística de los héroes en el siglo XIX, así como los cambios que hemos señalado.

Como se ha procurado mostrar en la fortuna crítica de los retratos decimonónicos, su deriva es inescindible de la significación de los personajes representados, las ideas que esas imágenes pusieron en juego, los ideales que encarnaron en distintos momentos, sus usos políticos. Los retratos de Evita y el Che se enmarcan en la emergencia del peronismo en Argentina desde los años cuarenta y la del movimiento juvenil que a partir del triunfo de la Revolución Cubana en 1959 hizo eclosión en 1968. Pero trascendieron esos momentos históricos, se sostuvieron pese a las persecuciones y prohibiciones de que fueron objeto y se volvieron símbolos de más vasto alcance. Este capítulo, más que entrar de lleno en estas cuestiones, propone observar que en la prevalencia de algunos retratos sobre otros en el tiempo es posible advertir —pese a todo— una continuidad en los modos de percepción, de identificación de los rostros, de relaciones entre fotografía, dibujo y pintura, de poder de impacto y persistencia en la memoria.

Evita

Ante todo, una cuestión de género: la figura de Eva Duarte de Perón (Los Toldos [o Junín], 1919-Buenos Aires, 1952) plantea —magnificada por la violencia con que fue atacada— la vigencia de algo que señalábamos en relación con los liderazgos en las guerras de la independencia. La figura de una mujer como heroína, símbolo de una nación, de un movimiento político, de un proceso revolucionario es aún difícil de hallar. Una mujer en las más altas posiciones de liderazgo y poder resulta aún incómodo y hasta intolerable para amplios sectores de la opinión pública mundial. Sin embargo, la fascinación que despertó Evita persiste y tal vez aún no conocemos sus alcances.

Nacida en un ámbito rural y víctima ella misma de las discriminaciones de género y clase impuestas por las leyes patriarcales a su familia de origen, Evita fue una activa y poderosa luchadora por los derechos de los sectores más perjudicados por las desigualdades sociales, sobre todo los niños y las mujeres: promovió su derecho al voto, a la educación, al trabajo remunerado, a la vivienda. Pero, además, con sus ideas y sobre todo con su figura y su ejemplo defendió el derecho de las mujeres pobres a la belleza y al goce, a la felicidad y los placeres que aparecían reservados —en las revistas ilustradas y la industria cinematográfica, de amplísima circulación por entonces— solo a las mujeres de clase alta. Por eso es tan fascinante la figura de Eva y en particular su modo de vestir y sus decisiones en cuanto a la manera de presentarse y ser representada. Muchas aproximaciones incluso desde el ámbito académico le han atribuido un carácter de “muñeca” manipulada por Juan Domingo Perón y utilizada como instrumento de propaganda por la poderosa Subsecretaría de Información y Prensa que dirigió Raúl Apold entre 1949 y 1955. Sin embargo sobran evidencias de que ella cuidó hasta el más mínimo detalle de su apariencia como un aspecto esencial —y coherente— de su propio pensamiento político.

Evita fue muy fotografiada en esos años, en Argentina y en su gira europea y americana de 1950. Algunas grandes revistas ilustradas, como Life, Times o Paris Match, publicaron dossiers especiales dedicados a su figura. Sin embargo, su imagen icónica es un retrato al óleo, tal vez el último de los que fueron pintados por el artista franco-argentino Numa Ayrinhac (Aveyron, 1881-Buenos Aires, 1951), que fueron retratos de Estado y también objeto de devoción popular casi religiosa, y en muy poco tiempo pasaron a ser destruidos y atacados en un gigantesco acto de iconoclasia. Aun así, tras prohibiciones, castigos simbólicos y destrucciones masivas, ese retrato de Evita persiste en la memoria con una fuerza arrolladora, no solo en Argentina (lámina 41). Ilustró la portada de La razón de mi vida en 1951 y prevaleció, sin duda, por sobre todas sus otras imágenes. Esto podría atribuirse —como lo hicieron sus detractores— a que ilustró la tapa del libro que, con una tirada inicial de trescientos mil ejemplares, fue reeditado muchas veces y declarado de lectura obligatoria en las escuelas públicas argentinas poco antes de la temprana muerte de Eva a los 33 años, el 26 de julio de 1952. A partir del golpe de Estado de Pedro Eugenio Aramburu contra el gobierno de Juan Domingo Perón tres años más tarde, la posesión de ese libro o alguna versión de ese retrato fue declarado un delito —entre muchas otras actividades e imágenes simbólicas del peronismo depuesto—, y el hecho mismo de conservarlo implicó graves peligros, entre ellos, multas y encarcelamiento. Sin embargo, o tal vez gracias a semejante persecución, esa imagen de Evita sostuvo la devoción por su memoria con mayor fuerza que el odio con que se intentó borrarla.

No conocemos el original de ese retrato, destruido —o al menos desaparecido—en 1955.

Otro de aquellos cuadros que realizó Ayrinhac: el retrato oficial de cuerpo entero de Juan Domingo Perón y Eva Duarte como primera dama en 1948, ambos vestidos de gala y sonrientes, fue recuperado en los depósitos del Museo de la Casa Rosada por su conservador Juan José Ganduglia y restaurado en el taller de conservación patrimonial del Ministerio de Economía de la Nación (lámina 42). En el informe de restauración, puede verse cómo fueron agredidos los ojos y el cuello de Eva en esa gran pintura al óleo que se salvó de la destrucción masiva de las imágenes peronistas tras el golpe de Estado de 1955. Hoy se encuentra restaurado en el Museo del Bicentenario.

Ese retrato oficial de la pareja presidencial representó una gran novedad respecto de la tradición iniciada en el siglo XIX: el presidente aparecía por primera vez con una amplia sonrisa y acompañado de la primera dama. Bella y enjoyada, su deslumbrante vestido de alta costura ocupa buena parte de la composición del cuadro. Nos recuerda la observación de Tamar Garb respecto de la transformación que se produjo en la sociedad burguesa del siglo XIX en el modo de vestir —y de exhibir su riqueza— de los hombres poderosos: uniformados en sus trajes negros, fueron sus esposas o acompañantes con sus joyas, sus vestidos elegantes, sus zapatos las portadoras de los signos visibles de su poder y riqueza.

Evita había iniciado una carrera exitosa en el mundo del espectáculo cuando conoció a Perón. No fue él, por cierto, el primer presidente argentino que eligió una actriz como esposa (recordemos el escándalo que produjo en el patriciado argentino el casamiento de Marcelo T. de Alvear con la joven cantante portuguesa Regina Pacini en 1907), pero sí fue el primero en retratarse con ella. Tampoco fue Perón el único presidente retratado por Numa Ayrinhac: en la colección del Banco de la Nación Argentina (BNA), se conserva su retrato de Carlos Pellegrini, fundador de la institución durante su presidencia de la nación tras la crisis de 1890, firmado en 1941. Hijo de una familia francesa que se había radicado en la localidad de Pigüé, en la provincia de Buenos Aires, Ayrinhac había sido discípulo de Ernesto de la Cárcova antes de radicarse durante más de diez años en París, donde culminó su formación y participó exitosamente en varios salones. Pintor de paisajes de sus dos pueblos (Espalion y Pigüé), a su regreso se volvió un retratista de moda en los círculos de la élite. Su primer contacto con la familia Duarte fue a través de la madre de Evita, Juana Ibarguren, a quien retrató en 1947. Su casa en Pigüé, una obra del arquitecto Francisco Salamone, hoy es la sede de la Fundación Numa Ayrinhac. Allí conservó la familia un álbum de fotos de las obras del artista en el que figuraban varios otros retratos de Evita destruidos o cuyo paradero, al menos, desconocemos.

Andrea Giunta ha planteado un excelente análisis de la imagen de La razón de mi vida. La vestimenta oscura, el paisaje de fondo y la muy estudiada y eficaz expresión del rostro que se repite en otros retratos casi idéntica, creada seguramente a partir de una fotografía: “Todo trabajaba sobre un límite que tendía a darle grandeza sin renunciar a una contenida y digna simplicidad —sostiene Giunta—. Eva aparecía sonriente, con una mirada dulce y guardiana, liderando con su figura un paisaje que compactaba la pampa […] con la cordillera”. La trascendencia de esta pintura es considerada por la autora en su análisis del campo artístico durante el peronismo: en la coexistencia incómoda entre las vanguardias abstractas y la figuración. Compara su estilo con el proyecto fallido de un monumento a Evita por el artista argentino Sesostris Vitullo, residente en París desde 1925, por iniciativa de Ignacio Pirovano, por entonces director del Museo de Arte Decorativo. La escultura de Vitullo, que no reproduce los rasgos de Evita de un modo naturalista, sino que la imaginó como un “arquetipo símbolo” latinoamericano, fue ocultada en la embajada argentina en París y su paradero, desconocido hasta su publicación en la revista Crisis en 1973. Exhibida por primera vez en Buenos Aires en 1997, es apenas recordada y conocida solo por historiadores del arte y especialistas.

En aquellos años setenta, se popularizaba, en cambio, un retrato fotográfico que fue llamado “la Evita montonera”, ya que fue la imagen que privilegiaron los movimientos juveniles como emblema. José Emilio Burucúa ha analizado esa imagen fresca y juvenil, con el cabello suelto movido por el viento, en clave warburgiana, como una “vuelta a la vida” de la figura antigua de la Ninfa, el Pathosformel (o fórmula emotiva) más analizada por el pensador alemán, que desde la antigüedad griega simbolizó el poder de la vida joven (lámina 43).

Ese retrato fotográfico, que circuló desde entonces con tanta fuerza como la pintura de Ayrinhac sin atribución de autoría, fue una de las varias decenas de tomas que el fotógrafo Pinélides Fusco realizó un día de 1948 en la quinta de San Vicente.

En su artículo acerca de los usos políticos de la fotografía, Cora Gamarnik analiza cómo, de la abrumadora cantidad de fotos que como propaganda oficial fue desplegada en el período peronista, hubo algunas que se volvieron icónicas. En primer lugar, el retrato favorito y más difundido del culto a Perón: su único retrato ecuestre tomado en un desfile militar de 1950, que aparece como una clara continuidad de la iconografía tradicional de los próceres del siglo XIX, y en particular de José de San Martín. Se reprodujo en folletos, revistas, y en láminas coloreadas que se repartieron gratuitamente para enmarcar y decoraron despachos oficiales y viviendas populares. A continuación, la autora también hace un análisis de esta fotografía de Evita y la vincula con la iconografía libertaria del siglo XIX: el perfil de tres cuartos, la mirada dirigida a un punto alto, como atisbando un futuro mejor, que ya hemos analizado, por ejemplo, en el San Martín de la bandera. Ese “hallazgo” iconográfico de Fusco entre las decenas de fotos que tomó ese día en San Vicente introduce, sin embargo, una variante decisiva respecto de la tradición heroica decimonónica: la sonrisa que dulcifica su rostro y alude a la esperanza, o más bien a la confianza en el triunfo.

No podemos dejar de vincular, por otro lado, ese retrato de Evita con el del Che Guevara que se volvió el ícono del guerrillero heroico: la misma mirada que no interpela al espectador, sino que se dirige a un punto más alto y lateral, como invitación a imaginar un futuro luminoso.

Aun así, la imagen de Evita que más persiste hoy en la memoria y en la imaginación de las nuevas generaciones parece ser la del retrato de Ayrinhac. Fue la elegida para el enorme perfil de acero instalado en 2011 en la fachada sur del Ministerio de Obras Públicas, obra del escultor Alejandro Marmo, con la colaboración de Daniel Santoro, el artista que con mayor constancia y agudeza ha reflexionado y construido una iconografía crítica del imaginario peronista. Entre los grandes indicios de su persistencia, he visto que esa imagen de Evita es la que muchas y muchos jóvenes eligen hoy para llevar tatuada en sus cuerpos, como símbolo de adhesión a sus ideales.

Pero hay algo más, decisivo en la memoria de su figura casi mítica. La temprana muerte de Evita fue una conmoción popular sin precedentes. Su cuerpo fue embalsamado y velado durante dieciséis días. Se calcula que más de dos millones de personas esperaron largas horas en interminables filas para despedirse de ella. Las filmaciones y fotografías son impactantes: la multitud de hombres, mujeres y niños llorando y esperando bajo la lluvia, millones de flores depositadas en las veredas que rodeaban la capilla fúnebre, un duelo colectivo inmenso que fue registrado y magnificado desde la agencia de información del Estado. Lo que ocurrió luego con su cadáver es una historia macabra que contribuyó, sin duda, a despertar la curiosidad morbosa tanto como a sostener la devoción cuasi religiosa por “Santa Evita”.

Desde el deseo de hacer eterno su cuerpo gracias a las nuevas técnicas de embalsamamiento —para lo cual fue contratado el médico español Pedro Ara— hasta la obsesión y el terror que ese cadáver objeto de culto despertó en los militares golpistas, esa historia nos habla —una vez más— del inmenso poder de la imagen, de la “verdadera” imagen como sostén de culto y de memoria. La preservación intacta del cuerpo de Evita llevaba a un límite hasta entonces inalcanzado pero deseado desde la época de los faraones egipcios: la preservación perfecta y eterna del rostro real, incorruptible, retomada en la tradición cristiana con la vera icona en el velo de la Verónica.

El robo del cadáver de Evita que se preservaba en el segundo piso de la Confederación General del Trabajo (CGT), las peripecias de su ocultamiento, la necrofilia del oficial de inteligencia Moori Koenig, las agresiones pseudocientíficas para demostrar que era “esa mujer”, las negociaciones con el papa Pío XII para su traslado clandestino a Italia y su entierro en un cementerio de Milán con identidad falsa, su recuperación en 1971 tras la ejecución el año anterior de Pedro Eugenio Aramburu (el general responsable del golpe de Estado de 1955) por los Montoneros, la restitución del cuerpo a Argentina después del robo del cadáver de Aramburu en 1974 han sido objeto de tantas indagaciones, elucubraciones y recreaciones artísticas que sería inútil pretender reseñarlas aquí.

Solo para cerrar provisoriamente estas breves reflexiones, quiero mencionar una imagen que condensa con eficacia la dimensión y el dolor de esta gran tragedia argentina: la Evita de Santiago Porter (2008). Esa fotografía de la estatua de- capitada de Evita que se encontró en el fondo del río en 1996 en los alrededores de la quinta de San Vicente es la imagen más pregnante de la serie Bruma de este artista, dedicado a la indagación de las huellas de la historia en los objetos. Ha sido expuesta, analizada, comentada y reproducida en numerosas exposiciones y ensayos críticos, e incluida en dos exposiciones itinerantes recientes que le han dado extraordinaria trascendencia en el marco de sus guiones curatoriales: Contradiction and Continuity. Photographs from Argentina, 1865-2015 (2017-2018) y Pensar todo de nuevo (2020-2021). En su texto para el catálogo del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), Agustín Diez Fischer concluye que “la Evita de Porter abandona así su carácter de monumento para convertirse en el símbolo de la historia como lugar siempre irresuelto de disputa y conflicto”.

Che

El impacto que tuvo el asesinato de Ernesto Guevara, el “Che” (Rosario, Argentina, 1928-La Higuera, Bolivia, 1967), la espectacularización (tal vez involuntaria) de su cadáver por parte de los militares bolivianos, la mutilación de sus manos y el ocultamiento del cuerpo durante más de treinta años presentan muchos elementos en común con esa historia del cadáver de Evita. Ambos nos recuerdan, además, numerosos episodios antiguos en que las estrategias de exhibición o desaparición de los cadáveres procuraron espectacularizar castigos ejemplares o evitar el culto al héroe muerto. El caso del descuartizamiento de Túpac Amaru y la dispersión de sus restos tras su fracasada rebelión contra el Imperio español en 1780 nos viene inmediatamente a la memoria.

Las estrategias para hacer desaparecer el poder de convocatoria del guerrillero heroico y borrar su memoria fueron inútiles: la exhibición de su cadáver, como trofeo que demostraba su ejecución y simbolizaba la derrota de la guerrilla armada en las fotografías del reportero boliviano Freddy Alborta, dio la vuelta al mundo en seguida en la prensa y lo transformaron en un Cristo contemporáneo (lámina 44). Esas fotos inspiraron inmediatamente interpretaciones cristológicas y obras de artistas e intelectuales que encontraron con su mirada entrenada fuentes para esa imagen pregnante no solo en la tradición cristiana del llanto sobre el cadáver de Cristo, sino también en la Lección de anatomía de Rembrandt.

A partir de su destacada participación como comandante en la Revolución Cubana en 1959 y su labor como funcionario del Gobierno hasta 1965, pero sobre todo desde su intento de llevar la revolución a Bolivia y su muerte allí dos años más tarde, la figura del Che Guevara se volvió legendaria como paradigma del combatiente heroico y generoso. Un retrato suyo en particular, a partir de una fotografía tomada por Alberto Korda en La Habana el 5 de marzo de 1960, cuando asistía al funeral de las víctimas del atentado estadounidense contra el barco La Coubre, se ha vuelto la imagen del héroe contemporáneo por antonomasia, adoptado desde los años sesenta como símbolo de la adhesión a un ideal revolucionario (o al menos el ideal de un mundo más justo) por sucesivas generaciones de jóvenes y adolescentes en todo el planeta. Esa imagen, que se considera la fotografía más reproducida de la historia, fue titulada El guerrillero heroico por su autor (lámina 45). A partir de su difusión en 1968, se volvió el ícono mundial de la protesta juvenil: en todo tipo de soportes y en todas las geografías, entendido en todas las lenguas del planeta, esa imagen devino el rostro del ideal de un mundo mejor, más justo, más noble y más hermoso. Hermoso como los rasgos de ese joven de pelo largo, de expresión severa, que mira ensimismado hacia lo alto y lleva una estrella en su frente.

Una versión simplificada de esa fotografía, que sintetiza sus rasgos en blanco y negro, fue realizada por el artista irlandés Jim Fitzpatrick en 1968 (figura IX.1). Desde entonces, ese rostro del Che se convirtió en un objeto de culto y un distintivo, un sello, una marca, un escudo, una señal de complicidad. Andy Warhol se apropió de ella y la transformó en un pattern multicolor.

En Cuba, esa imagen, sintetizada en un relieve escultórico de 36 metros de altura por el artista Enrique Ávila, preside la inmensa plaza de la Revolución desde el frente del Ministerio del Interior. Inaugurado el 8 de octubre de 1993, desde entonces comparte con el monumento a José Martí la iconografía oficial en La Habana. Comenzó entonces a circular también allí en miles de suvenires, desde esos años en que la isla encaraba una estrategia de desarrollo del turismo ante la crisis desatada por la caída del bloque soviético. Se imprimió y se sigue imprimiendo en todo tipo de soportes: afiches, remeras, lapiceras, encendedores, mates, adornos para el pelo y la ropa, etc. Fue por entonces que el argentino Marcos López, durante sus años de formación en la escuela de cine de San Antonio de los Baños en Cuba, comenzó a dar forma a su proyecto de Pop Latino, a partir de una reflexión sobre la construcción de la propia subjetividad alimentada por figuras icónicas como Gardel y el guerrillero heroico. López visitó en esos años a Korda y le tomó una fotografía que es una imagen sobrecargada de significados: retrató al fotógrafo mirando al trasluz los negativos entre los cuales su mirada experta había elegido la que se volvería monumental (lámina 46).

He visto a menudo esa imagen en tatuajes como el que exhibía orgulloso Diego Armando Maradona tras su estadía en Cuba y en los brazos y pantorrillas de innumerables jóvenes, por todos lados. Está presente todavía en afiches, pósteres e imanes para heladeras, portalápices, tazas. También en todo tipo de prendas de vestir, de todos los colores y todos los precios. Está incluso en los collages bordados en las levitas con que los murguistas de Buenos Aires exhiben sus imaginarios personales en cada carnaval. La inmensa difusión de esta imagen ha sido a menudo interpretada como banalización, como recurso comercial y objeto de consumo de la cultura pop tanto como del consumo chic. En 2006, el Victoria and Albert Museum de Londres dedicó una exposición: Che Guevara. Revolutionary & Icon, a esa imagen estimada como la más reproducida de la historia de la fotografía. En su introducción al catálogo, Hannah Charlton sostenía que esa imagen de El guerrillero heroico (como tituló Korda a su foto) “infinitamente mutada, transformada, narra la historia de la cultura visual popular de los últimos cuarenta años. Probablemente más que la Mona Lisa, más que las imágenes de Cristo”. Al año siguiente, esa exposición itineró a Barcelona, con un título aún más explícito: Che! Revolución y mercado. En el catálogo, sin embargo, Rodrigo Fresán ensayaba una interpretación diferente del extraordinario fenómeno de la omnipresencia del Che en la cultura popular: “La foto de Korda del Che está en todas partes porque es la foto que todos querrían sentir como propia, como autorretrato”.

En 1968, Roberto Jacoby hizo una serigrafía con la cara del Che donde se leía: “Un guerrillero no muere para que se lo cuelgue en la pared” (Antiafiche, 22 x 32 centímetros, incluida en la revista Sobre). En 2008, esta fue una de las piezas clave en su revisión crítica de aquel año mítico de la revuelta estudiantil (1968 el culo te abrocho, en la galería Appetite): cuarenta años después, superpuso a aquel emblema en el que texto e imagen se contradecían violentamente entre sí, unas letras verdes fosforescentes que interpelan la imagen: “Habla para que pueda verte”. Esta suerte de palimpsesto de uno de nuestros artistas conceptuales más incisivos tuvo un lugar destacado en la retrospectiva de su obra que se exhibió en el Museo Reina Sofía de Madrid en 2011 titulada El deseo nace del derrumbe. La transformación de esa imagen canónica del Che en pósteres infaltables en los dormitorios de adolescentes casi desde el momento mismo de su muerte estaba en la mira de Jacoby, un agudo objetor de conciencia respecto de la estetización o banalización de la imagen política.

Sin embargo, yo quisiera pensar de otro modo todos esos usos “salvajes”, inesperados, incontrolables, en apariencia banales o comerciales de la imagen del Che. Creo que cada uso brinda a la imagen nuevos significados, mínimos, distintos, y enriquece sus implicancias. Gabriela Cabezón Cámara proponía hace pocos años esta idea de un modo inmejorable: “Un fantasma recorre el mundo en forma de ícono, tiene boina y barba y dice algo: que nuestro deseo de ser libres resiste, sigue ahí y quién sabe si algún día haremos lo necesario para llevarlo a cabo”.

En una de las salas de la exposición La Protesta, que curamos con Silvia Dolinko en el Instituto Cultural Cabañas de Guadalajara en 2014 (sala dedicada a La revolución), exhibimos algunas obras y filmes emblemáticos de la figura del Che: obras de Carlos Alonso, Juan Carlos Castagnino, Noemí Escandell, Roberto Jacoby, entre otros, y en ambas cabeceras se proyectaban El día que me quieras (1997), de Leandro Katz, y La hora de los hornos (1968), de Fernando “Pino” Solanas y Octavio Getino. Durante los días que duró el montaje, cada mañana encontramos en la sala, depositados en la noche como ofrendas anónimas en un altar profano, suvenires y objetos diversos con el rostro del Che; cada uno de ellos tenía su pequeña gran historia para esos empleados del Hospicio Cabañas.

Con esta imagen del héroe que acompañó mi adolescencia, no solo como un póster colgado en la pared, elijo terminar este libro.

Fuente: (Revista Anfibia)

Por Laura Mslosetti Costa

Arte – María Elizagaray Estrada

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *