La dictadura en Chile acabó con el proyecto transformador de la Unidad Popular. Aún permanecen las huellas del horror. Negacionismo versus políticas de verdad y justicia.
Desde el salar / Ardiente y mineral / Al bosque austral / Unidos en la lucha y el trabajo. /Irán / La patria cubrirán / Su paso ya / Anuncia el porvenir
Los Quilapayún le prestan la poesía a Víctor Jara y la cordillera se sacude. El hombre libre dejaba de ser una mera utopía. El final abrupto, la frustración. Peor que eso, la muerte. Trascurrió medio siglo de ese 11 de setiembre de 1973. El plan Cóndor hacía pie en ese país acurrucado en el Pacífico, que desplegaba sus ímpetus socialistas. Llegaba el brazo armado de ese objetivo de exterminio de procesos progresistas latinoamericanos, encarnado en la figura monstruosa de Augusto Pinochet Ugarte. Llegaba para mucho más que interrumpir un Gobierno legítimo. Llegaba para cambiar la historia.
Medio siglo. La impronta simbólica de la cifra se detiene en algunos flashes del Chile de hoy. Gabriel Boric, presidente joven surgido de las izquierdas, tironeado brutalmente por las derechas, que demoró la decisión como reflejo de una sociedad partida y al fin se instaló en una campaña en la que llamó «dictador corrupto y ladrón» a Pinochet y se comprometió en la búsqueda de desaparecidos. Nada menos.
El presidente de ese Chile que se sacude en la pulsión de un poder judicial sometido por la derecha –nada original en la región–, que por una hendija condenó a los siete asesinos de Jara: tras cortarle los dedos y la lengua, lo mataron cinco días después del golpe, no de un tiro sino más de 40. Dos de esos monstruos, Raúl Jofre y Nelson Haase Mazzei, huyeron tras la condena. Hernán Chacón Soto, responsable del Estadio Chile, donde torturaron a más de 5.000, siquiera tuvo la dignidad que le conferían sus 86 años para soportar una cárcel infinitamente más humana que la que él pergeñó, y se suicidó en su casa de la calle Badajoz, de Las Condes.
Ese país que en lo que va del siglo tuvo explosivas revueltas populares, conmovedoras, que presagiaban regresos a horas de ilusión, delinearon el porte militante de Boric y, parecía, sentarían las bases para acabar con la represiva constitución redactada con letra de sangre por la dictadura. Esa efervescencia que incluso gestó un proyecto inclusivo y hasta revolucionario, se topó con la realidad concreta impuesta por el poder real. Hoy Chile transita un proceso que, cooptado por la derecha, amenaza con la instauración de una Carta Magna, tanto o más regresiva que la pinochetista.
Dos naciones en el espejo
Entre sus alrededor de 20 millones de habitantes de hoy, se extrañan a los más de 2.300 ejecutados y casi 1.200 desaparecidos. Hubo 30.000 víctimas de prisión y tortura. Hay un país con un PBI per cápita de 14.000 dólares, una deuda pública de casi 110.000 millones, un «estancamiento de la actividad económica» y «proyecciones de crecimiento para 2023 en torno al 0%», según informes del CEP. Desempleo levemente creciente del 9,1% (fuerte entre menores de 25) y salario promedio apenas superior a los 1.000 dólares: cae estrepitosamente en las clases bajas, signo inequívoco de enorme desigualdad. Con un proceso inflacionario creciente, cercano a los dos dígitos en lapsos anuales (en julio fue del 0,4%). El dólar se paga 875 pesos chilenos.
Ese país que medio siglo después rememora aquella «vía chilena al socialismo» en un mundo partido en dos bloques (capitalista y comunista) trenzados en la Guerra Fría. Ese intento de construcción de una sociedad socialista humanista, con desarrollo de fuerzas productivas; políticas de justicia social, educación, salud; redistribución del ingreso; nacionalización del cobre; profundización de la reforma agraria que estableció en 1967 el Gobierno de Eduardo Frei Montalva (muerto en 1982 en una intervención quirúrgica; un tribunal caratuló el caso de «homicidio» y los seis condenados fueron absueltos por la actual Corte Suprema); alza considerable de la producción industrial y el consumo.
Desde el 5 de noviembre de 1970 en que asumió el gobierno popular, hasta el aciago 1973 que comenzó con elecciones parlamentarias que le dieron mayoría en ambas Cámaras llevaron a Confederación de la Democracia (DC, PN, PR, IR, Padema) sobre la Unidad Popular (PS, PC, AP, IC). La oposición fue un muro a las reformas oficialistas: devinieron conflictos sociales; un creciente clima de violencia; emblemáticas huelgas de camioneros que paralizaron la economía; la desestabilizante postura del establishment. El «tanquetazo» del 29 de junio fue un preludio: el ejército del siempre leal general Carlos Prats logró abortar la asonada que dejó 22 muertos. Uno de ellos, el camarógrafo argentino Leonardo Henrichsen.
La eclosión llegaría 74 días después. La Moneda lanzando llamas por sus ventanas tras los bombardeos. El discurso de despedida de Allende. La tétrica imagen de Augusto Pinochet. Fugaces imágenes de ese 11 de septiembre.
Y el mítico Estadio Nacional, usado como centro clandestino de detención junto con el Estadio Chile (rebautizado en 2003 como «Víctor Jara»). Ambos hoy tienen espacios para la memoria del horror. Pero, medio siglo después, permanece en el escudo nacional chileno una frase que hiela la sangre: «Por la razón o por la fuerza».
El brazo del imperio
Hace 50 años, cuatro días antes del golpe, un domingo a la mañana, el presidente estadounidense Richard Nixon habló por teléfono con su consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger. «Nuestra mano no se nota en este caso», juzgó el mandatario. «Lo de Chile se está consolidando», retrucó el factótum del Plan Cóndor, que entre otras cosas, convirtió a Chile en un «laboratorio de derechas».
Ese diálogo, extraído de documentos desclasificados, que sin el apuro que requiere la urgencia, van tomando estado público, es apenas una anécdota paradigmática de la injerencia concluyente de Estados Unidos, a través de la CIA, en los sanguinarios golpes sufridos por la región. Revela, si fuera necesario, que Kissinger se aseguró que militares chilenos estuvieran «decididos a restablecer el orden político y económico» aún con una «amplia oposición civil». Hoy, un sector del Departamento de Estado y una corriente de la intelectualidad demócrata, propicia que, para este emblemático aniversario, haya un pedido formal de disculpas de parte del imperio. Otro tema que también cumplirá medio siglo en breve: en 1977, Brady Tyson, un diplomático estadounidense ante la Comisión Interamericana de Derechos Humano (CIDH) en Ginebra, expuso la ponencia de expresar los «arrepentimientos más profundos» de la injerencia yanqui. No cuajó, claramente, como no cuajará ahora.
Juan Gabriel Valdés, el embajador chileno en Washington, admitió la importancia que tendría el gesto, así como su imposibilidad fáctica. Hubo una resolución hueca en el parlamento chileno. Lo insinuó el Gobierno, a sabiendas de que no prosperará.
Aunque alentaría un urgente debate no saldado en la sociedad chilena respecto del golpe. Así como causó un enorme revuelo la frase de Boric –en junio, en la TV, al referirse al Gobierno de la UP como «un período a revisar (…) Debemos ser capaces de analizarlo no solo desde una perspectiva mítica»–, una parte condena el levantamiento armado y otra vindica la violenta intervención militar. Perduran, medio siglo después, las insalvables diferencias de análisis sobre el rumbo económico y social que había tomado el Gobierno de Allende, o sobre las indelebles marcas que dejó la dictadura en las instituciones del país.
Visiones que se siguen cruzando trasversalmente con dureza, hacia afuera y hacia adentro, los diferentes estamentos sociales y políticos. También los militares.
La alameda
Medio siglo. Otro hito en la remanida aunque vigente pugna democracia-dictadura. La memoria y el negacionismo, enmarcada en un alto nivel de indiferencia. El dolor frente al terror, la lucha por una nueva sociedad ante el espanto concreto de matanzas o situaciones de exterminio. Un analista arrojó la teoría de que la conmemoración chilena será «tribu contra tribu: un Chile amnésico y cínico sigue siendo muy real al momento de conmemorar 50 años del golpe». Una sociedad que no supo ni pudo reparar sus fisuras, que reaparecen incluso en las Fuerzas Armadas ante la postura de Boric de hurgar en la memoria, la verdad y la justicia.
La actitud del presidente, un reflejo contemporáneo de aquel hombre libre que asomaría de las alamedas, el que presagió Salvador Allende, poco antes de morir, hace ni más ni menos que medio siglo.
Por Ricardo Gotta