Si bien el Vaticano evita pronunciarse sobre hechos de la política local, no faltan interpretaciones de designaciones, actos y gestos del pontífice con impacto en la Argentina.

Por Washington Uranga

Una hipotética consulta a voceros encumbrados de la Iglesia Católica, tanto en Argentina como en el Vaticano, sobre la injerencia de Francisco en la política interna de nuestro país, daría sin margen de duda la misma unísona y terminante contestación: «el papa no interviene en temas políticos del país». Casi la misma respuesta de manual se recibiría si se preguntara si los obispos católicos se inmiscuyen en política. Se podría llegar a admitir que hay criterios o lineamientos políticos que surgen de la llamada doctrina social de la Iglesia y que está en cada persona aplicarlos de la manera que considere más pertinente y adaptar en base a ello sus conductas electorales.


Sin embargo… quienes hacen y leen comunicación entienden que no solo son palabras, sino que los hechos comunican por sí solos.


Pocas horas después de que la candidata a vicepresidenta de La Libertad Avanza (LLA), Victoria Villarruel, realizara en la sede de la Legislatura porteña un acto para reivindicar la dictadura y el terrorismo de Estado –que recibió amplio repudio de los organismos defensores de los derechos humanos y organizaciones sociales y políticas– el papa Francisco se encontró en Roma con «el nieto 133», hijo de Cristina Navajas y Julio Santucho y nieto de Nélida Navajas, cuya identidad fue recientemente recuperada gracias a la tarea de las Abuelas de Plaza de Mayo. Si bien fue un encuentro breve, al final de una audiencia general, el aparato comunicacional del Vaticano se encargó de que el hecho se conociera indicando también que fue posible gracias a la gestión de la monja Genevieve Jeanningros, sobrina de la monja Leonie Duquet, quien junto a Alice Dumon fue secuestrada y luego desaparecida en 1977, en la parroquia de la Santa Cruz (Capital Federal), donde se había infiltrado el represor Alfredo Astiz, hoy condenado por delitos de lesa humanidad.

El día anterior, los sacerdotes católicos que trabajan en villas y barrios populares, habían realizado en la capilla de Caacupé, en la villa 21-24, una misa para desagraviar a Francisco después de los insultos contra el papa proferidos por el candidato Javier Milei. La misa fue presidida por el obispo Gustavo Carrara, vicario general y el más estrecho colaborador del nuevo arzobispo de Buenos Aires, Jorge Ignacio García Cuerva, el «obispo villero» que asumió funciones el 16 de julio pasado al frente de la arquidiócesis porteña designado por Francisco. A pesar de que no asistió a la ceremonia religiosa, el titular del arzobispado porteño estuvo al tanto de la preparación del acto, así como el presidente de la Conferencia Episcopal, el obispo Oscar Ojea. Francisco también había sido informado de la misa en respuesta al ultraje de Milei. Días después el propio Ojea salió al cruce del libertario. «Uno de los candidatos se ha expresado con insultos irreproducibles y con falsedades», señaló Ojea. Y añadió: «el Papa es para nosotros un profeta de la dignidad humana en un tiempo de violencia y exclusión. Pero, por otra parte, también es un Jefe de Estado al que se le debe un respeto particular».


Antes, el 18 de agosto, ya en plena campaña electoral, el papa nombró al exjuez Eugenio Zaffaroni como presidente de la junta académica del Instituto para la investigación y promoción de los derechos sociales creado en el ámbito de la Pontificia Academia de Ciencias y le concedió estatus institucional vaticano al Comité Panamericano de jueces por los derechos sociales, designando como presidente al juez argentino Roberto Gallardo, un magistrado de clara militancia por los derechos humanos.

Entre líneas


Se sabe que en su doble condición de máxima autoridad de la Iglesia Católica a nivel mundial y de jefe de estado del Vaticano, difícilmente el papa haga pronunciamientos explícitos que puedan entenderse como intromisión en la vida política partidaria de la Argentina, salvo que se trate de situaciones extremas y de clara violación de principios contrarios a la fe católica. La regla sirve para este país y para cualquier otro. No obstante, en la Argentina se ha discurrido hasta por demás para hacer lectura política de la gestualidad papal.

Basta recordar las interpretaciones y las especulaciones políticas convertidas en supuestas interpretaciones a partir del tiempo que Francisco le ha dedicado a los presidentes argentinos en sus visitas oficiales a Roma.


Se conoce, además, que, en tanto arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio mantuvo una conducta similar a la que ahora desarrolla en Roma para vincularse con espacios y personajes políticos. En Argentina las puertas del despacho del arzobispo porteño junto a la catedral metropolitana estuvieron siempre abiertas para figuras de la política con posiciones muy diferentes. Siempre en privado, todas y todos recibieron las opiniones y pareceres del arzobispo. Algunos porque acudieron por deseo propio, otros porque fueron convocados especialmente por algún asunto. Pese a ello, el posicionamiento público de Bergoglio solo apareció en actos oficiales organizados por la Iglesia y siempre arropados de lenguaje eclesiástico y magisterial. La gestualidad del obispo en su cercanía con los pobres, el apoyo a los curas villeros o el rescate de la figura del cura asesinado Carlos Mugica, también algún desplante en actos oficiales, quedaron en manos de la interpretación política de analistas especializados y periodistas. Más allá de ello, la incidencia del arzobispo en la política local era evidente y aceptada como normal.

Lo mismo sucede ahora. Hay que leer entre líneas o, mejor dicho, entre gestos. Sigue teniendo valor la afirmación de que las acciones, los hechos, comunican por sí solos. La gestualidad de Francisco es política y ese es un arte que Bergoglio ejecuta con habilidad, inteligencia y oportunidad estratégica.


Vale recordar entonces que el 2 de julio de este mismo año, Bergoglio había designado como prefecto del Dicasterio (ministerio) para la Doctrina de la Fe del Vaticano (ex Santo Oficio) al arzobispo platense Víctor «Tucho» Fernández, un hombre decididamente encolumnado en la orientación que Francisco pretende darle a la Iglesia. Si bien se trata de una jugada a nivel de la Iglesia universal, no se puede perder de vista que en su momento el nombramiento de Fernández fue un fuerte cambio de timón hacia una mirada progresista en una arquidiócesis como la de La Plata, donde por decenas de años gobernaron obispos ultramontanos. Pero lejos de dejar desguarnecida esa sede arzobispal, Francisco se apresuró a nombrar allí como sustituto de Fernández a Gabriel Mestre (55 años), quien antes estaba en Mar del Plata, y es otro de los obispos «francisquistas».
A la vista están los hechos. La lectura de los mismos corre por cuenta de quien los percibe y de su capacidad de interpretar las señales que de allí emanan. 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *