Estamos ante un fenómeno que puede hacer perder una parte sustancial de nuestra calidad democrática. No es una cuestión marginal: la polarización amenaza ya con reducir a la mitad de las poblaciones a un estado tóxico, enajenado y de indignación permanente.

El verbo «discutir» proviene del latín, y etimológicamente significa resolver. Como posible vía de resolución de conflictos, la discusión es una parte relevante de la dialéctica y la retórica, consideradas desde la Grecia clásica como el arte de persuadir a los contrarios. La argumentación y las pasiones han ido de la mano desde tiempos de Aristóteles, que advertía del peligro de dejarse llevar por la ira en los debates. «Es necesario que el iracundo se enoje siempre contra un individuo particular», advertía el filósofo. Si trasladamos esa advertencia a la atrabiliaria y biliosa polarización actual de las redes sociales y del escenario político, convendremos en que no hay nada nuevo bajo el sol.

La polarización no busca discutir, persuadir ni convencer a los antagonistas; le basta con descalificarlos. Estamos ante una reducción entre simplista y maniquea donde los argumentos se reducen a la diatriba, la barbaridad y el insulto. En LLYC hemos lanzado junto a Más Democracia la campaña-advertencia The Hidden Drug, la droga oculta, un análisis mediante big data de la conversación en redes sociales durante los últimos cinco años en España, otros diez países iberoamericanos y Estados Unidos. Los resultados son evidentes y desalentadores. En ese tiempo, la polarización ha crecido de media un 39% y una de cada cuatro personas ya incurre en ella de forma extrema y reiterada (casi adictiva). Si no empezamos a actuar y a reconducir las reglas del debate político y social, en pocos años serán dos de cada cuatro personas quienes habrán caído en la dialéctica de la ofensa y del «y tú más».

Brasil, Argentina y España son los países latinos más exasperados: las descalificaciones representan habitualmente más de la mitad de la conversación de sus redes sociales. La realidad es que vivimos en un mundo crispado donde predominan posiciones tan enfrentadas, antagónicas y viscerales que convierten el entendimiento en una quimera. No es fácil determinar si las redes sociales se limitan a reflejar esa congestión o si la han espoleado. Con todo, lo más preocupante de ese círculo vicioso es que quien se abandona a esa forma inflamada de expresarse cae también en una verdadera adicción psicosocial y neurológica de la que le costará salir. Sufrirá efectos físicos, como pérdida de memoria y atención, tomará decisiones equivocadas, padecerá trastorno del sueño, ansiedad y estrés, acumulará síntomas de fatiga y dependencia. Su comportamiento social será cada vez más esquinado y hostil y, además, experimentará una peligrosa escalada de ansiedad y odio constantes.

«En España y otros países, la polarización ha crecido de media un 39% durante estos últimos cinco años»

Nada parece escapar a esta plaga ensordecedora. Aunque cada país tiene su propio mapa de la polarización, las grandes cuestiones sociales tienden a embarrarse casi por igual en los distintos países, hasta el punto de que podemos hablar de un problema auténticamente universal. El aborto es la cuestión que genera mayor enfrentamiento internacional. El feminismo, la inmigración, el cambio climático, la libertad de expresión, el racismo o los derechos humanos generan contiendas de distinta intensidad en cada país. Con otra tendencia común entre ellas: la virulencia de los debates ha aumentado de forma significativa desde la pandemia (un 11% más, por ejemplo, en los países iberoamericanos). Parece como si las incertidumbres de los últimos tres años hubieran alentado los comportamientos coléricos. Todo se reduce al absolutismo moral, las ideas se radicalizan y solo se busca en los demás la confirmación despótica de los propios prejuicios y creencias.

Estamos ante un severo problema de convivencia y ante la pérdida sustancial de una parte relevante de nuestra calidad democrática. Se equivocan quienes lo consideran una cuestión marginal, porque hace mucho que dejó de limitarse a un número reducido de gamberros, de troles o de orates; la polarización amenaza ya con reducir a la mitad de las poblaciones a un estado tóxico, enajenado y de indignación permanente. Como ocurre con el resto de drogas y estupefacientes, esta tiene efectos nocivos físicos y emocionales sobre las personas. Por eso, mitigar o solucionar el problema de la polarización es responsabilidad de todos. 

No se trata de elevar la calidad de las imprecaciones, como era habitual en el Siglo de Oro, así como tampoco de recuperar la altura filosófica de las disputas clásicas entre Platón e Isócrates. Los españoles de cierta edad tenemos la impagable referencia de la Transición, donde los antagonistas disentían desde la voluntad de consenso, desde la educación y la cortesía parlamentarias y, sobre todo, desde el máximo respeto. Todos estos valores llevan demasiado tiempo emboscados en el presente griterío social. Es hora de volver a reivindicarlos. En español tenemos un precioso sustantivo, «bienquerencia», que la Academia define como buena voluntad. Hay dos pueblos magníficos, uno en Cáceres y otro en Lugo, que comparten nombre similar, Benquerencia. Es hora de que los españoles nos hagamos benquerencianos y nos empadronemos en cualquiera de esas dos localidades. Si no somos capaces de dialogar entre nosotros con buena voluntad, ¿qué nos queda? Porque, como bien se dice en las conclusiones de The Hidden Drug, pese a todo hay que seguir atreviéndose a pensar.

Por José Antonio Llorentefundador y presidente de LLYC

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