Cultora de un estilo teatral que se monta sobre un aparato discursivo obsoleto, la conductora no duda en desnudar su participación en la arena partidaria.
Por Julián Gorodischer
Viviana Canosa es histriónica y posada. La «exitosa Canosa» la enuncia a diario su co-equiper, Alfredo Leuco, durante los pases del canal La Nación+. Profundamente gestual, la periodista semblantea antes de soltar el largo monólogo militante. Hace una especie de podcast –lee un texto guionado, supuestamente, por ella misma–; televisión no convencional, cada vez menos entrevistadora y más editorialista.
La Canosa es «sensacionalista», en el sentido de trabajar la información desde la emoción. Las tonalidades de su voz, sus silencios y sus miradas a cámara dramatizan y subordinan lo dicho a su carisma. Entre dos líneas de conductores «discursivos» versus «gestualizadores», ella integra el segundo equipo.
Construye un argumento espiralado que, con signo inverso, remeda una estructura discursiva similar a la del extinto 678. Hace un periodismo de periodistas de bandos enfrentados, que confronta a través del apoyo de material de archivo. Y puntualiza la actualidad de la semana, siempre a favor de los movimientos de su «Patricia» en encarnizada batalla contra su examigo Milei, y en combate sangriento contra Massa, que estuvo en el centro de su salida de América, después de que «desde arriba» le habrían restringido un informe que lo aludía. En la arena pública, ella apoya o se enfrenta desde el temblor de las vísceras del entramado comunicacional.
Canosa está atrapada en un obsoleto aparato discursivo, entre la vacuidad de planteos que se reiteran idénticos y definen un clima antes que un evento, pero la tensión de su solo «estar ahí» se sostiene en su condición de actriz. Ninguna de sus colegas, ni siquiera Cristina Pérez –la conductora de Telefé Noticias, que también es actriz–, es tan teatral como esta sugerente vampiresa un poco kitsch, un poco gore. Su personaje goza en la autoexhibición ante una cámara, en un rol al que la Negra Vernaci –que la imita en TVR– le captó el signo coital en cuanto a la relación entre Viviana y el ojo público.
Ella se hace notar, sabe ser disruptiva desde los tiempos colorados y lánguidos del Intrusos de Jorge Rial y Los profesionales del viejo Canal 9. La pulsión por el espectáculo le fue mutando de tema a estilo, y se volvió apta para figurar en la revista de farándula. Hoy mantiene eso que debe tener todo aquel que se precie de «primera figura» o candidato en campaña en este país y, por ende, en la TV: un nombre de pila propio, sin apellido, y siendo parte de una familiaridad, una informalidad, entre los que aparecen en la pantalla chica a diario y las familias de televidentes en sus antros privados.
¡Qué intensa! Es su condición de durabilidad, su «saberse» corrida al territorio de las referentes mediáticas. Es capaz de interpretar y exacerbar lo que parece ser un signo de los tiempos en la cultura de masas, citado en La rebeldía se volvió de derecha, el ensayo best-seller del sociólogo Pablo Stefanoni: «Orgullosa de levantar las banderas de la indignación y la rebeldía, que eran antes la marca registrada de la izquierda», dice allí. Viviana encarna el procedimiento a la perfección.
Al borde de un ataque
En Viviana se dan vuelta los valores y las cláusulas del periodismo clásico. Milita a favor de la mano dura –si bien rechaza la libre portación de armas mileísta– y a favor de que se derogue la Ley de interrupción voluntaria del embarazo. En las antípodas del estilo de los noticieros y de la exposición de pretendido efecto neutral, Viviana no es nueva sino que mama de la tradición de Tiempo nuevo, con Bernardo Neustadt, que le transfirió su tríada de apotegmas civilizadores: privatización (hoy: ajuste), orden y seguridad. Como en aquel ciclo menemista, deviene en un continuum indiferenciado antes que en una serie de entregas autónomas periódicas.
Viviana es vibración aureolada, ritmo, emocionalidad. Es una corriente empática de signo negativo aplicada a bregar por un regreso de las ligas de antiguo y remozado sesgo unitario en la política; más allá de lo que diga, ella está hecha de un estilo particular de «coraje» que la hace fuerte ante las agresiones en redes sociales; ella alienta el alud hater; parecería incrementar el goce siendo aún más el centro de la escena mediática y cibernética. ¡Ser trending topic! Disfruta de hacer una escena, en el sentido barthesiano de regodearse en la propia entonación al punto de estirar y modelizar las palabras que son dichas, de extender la resonancia del habla e ir concatenando subordinadas sobre variados tópicos, pero con una misma y crispada manera de entonar, como si se cantara.
La conductora es «una», única: es mujer no representada, opuesta a cualquier forma del feminismo rodeada de paneles y entrevistados masculinos para los cuales funciona como centro de miradas y conversación: ser foco de atención; no hay lugar para una otra. Desde allí, «hace cosas» con palabras: por estos días, está completamente volcada a la campaña; es la figura fuerte, la voz en alto –junto con Jonatan Viale– de la colecta audiovisual a favor de Patricia en LN+.
Para volverse aún más empática, para ampliar los lazos con su público, debe embanderarse detrás de víctimas y mártires recientes, que la dignifican. Se hace magnética en el caos; despierta una pasión oscura que anuncia entre llamaradas y culebras la llegada de un apocalipsis que ya es tangible.
Cascada y grave es la voz de la que lanzó tanto posible grito de indignación.
Viviana es «gente», es la voz de esa clase media que cacerolea o ahora deja mensajes en los IG y los X (exTwitter) de las «primeras figuras televisivas». Viviana no es «pueblo», no es «masa»: le habla a una multitud tan urgente como incorpórea. Y su premisa vuelve y vuelve: «Ay país, mi patria perdida, fracasada hecha mierrrrrda», con esa fruición por remarcar la «r», la «p», la «j», en cada nuevo insulto que se manifiesta desde un habla de extraño rioba rioplatense, hecho de princesas de Barrio Parque y Chicago boys.