En los últimos años, términos o conceptos como descarbonización y transición energética fueron tomando mayor presencia en el discurso público, mediático y académico, de la mano de crecientes niveles de preocupación por el cuidado del medioambiente. En la actualidad, la movilidad sustentable y el hidrógeno verde –por mencionar otros conceptos más de tipo tecnológico– tienden a hegemonizar parte de esa discusión. La contracara de todo este andamiaje conceptual –que en principio pretende, pero sin lograrlo, revertir los crecientes niveles de deterioro del medio ambiente a escala global– es el nocivo resultado que genera el excesivo e irracional consumo de recursos en general –y de energía en particular– que la humanidad lleva adelante en su desenfrenada carrera de consumo.
Por Facundo Javier Frattini
Pero, ¿solo una transición energética a modos en teoría más sustentables de generación de energía puede brindar algún margen de alivio a nuestra casa común? Pareciera que hoy solamente cuenta llevar a la práctica –aunque más no sea modestamente– los objetivos del proyecto de ley de movilidad sustentable o desarrollar el hidrógeno verde. Este texto pretende plantear que –sin desconocer el posible impacto que los mecanismos anteriormente mencionados pueden tener– hay otro conjunto de decisiones que pueden y deberían erigirse en políticas públicas, con niveles de impacto considerables sobre la cuestión medioambiental desde un abordaje en términos energéticos que no deberían desdeñarse.
Pero para ello es necesario entender algunas cuestiones que normalmente quedan ocultas en el escaso debate público y académico. Es probable que en muchos casos el mecanismo que opera es la idea inconsciente de que las políticas aplicadas en países de mayor nivel de desarrollo que el nuestro para solucionar sus problemas pueden ser aplicadas acá, esperando los mismos resultados. Por desgracia, la realidad se cansó ya de mostrarnos que copiar sin adaptar conduce mayoritariamente al fracaso. En consecuencia, se ensayarán algunas ideas y propuestas con el fin de abrir un modesto espacio de discusión que pueda, en principio, permitir pensar posibles soluciones a nuestros propios problemas energéticos.
Movilidad sustentable y electrificación del transporte
Una de las ideas que cobró más peso en el último tiempo es que electrificando los medios de transporte a partir de –entre otras ventajas comparativas– la disponibilidad de grandes reservas de litio para fabricar baterías bajarán los niveles de emisión de gases de efecto invernadero, asumiendo como principio rector que un vehículo eléctrico es mucho más eficiente y genera menos gases que uno con motor a combustión interna. Asumiendo que esto es cierto bajo ciertas condiciones, el problema de este planteo o propuesta es que alrededor del 60% de nuestra matriz de generación de energía eléctrica es de origen térmico, es decir, generamos alrededor de las tres quintas partes de toda la electricidad de nuestro país quemando combustibles de origen fósil –en mayor medida gas, y en menor medida fueloil y gasoil. Por lo tanto, en una matriz de transporte con mayores niveles de electrificación seguiríamos quemando hidrocarburos y sus derivados aguas arriba en la cadena energética.
Si a eso le sumamos que la cadena desde la extracción de la energía primaria –hidrocarburos– a la disponibilidad de la energía eléctrica final –red de distribución eléctrica para hogares, comercios e industrias– donde alimentar vehículos eléctricos es en principio más larga que la cadena que va desde la extracción de la energía primaria hasta la disponibilidad de combustibles líquidos en los despachos de combustible –estaciones de servicio–, conllevando indefectiblemente mayores consumos y pérdidas, se vuelve necesaria una cuantificación con mayores niveles de precisión de cuán beneficiosa sería la electrificación de nuestros vehículos como mecanismo para descarbonizar la matriz de transporte con la matriz de generación de energía eléctrica actual, y no con una tan ideal como inexistente.
A continuación, pueden verse dos esquemas simplificados pero representativos de ambas cadenas. Cabe destacar que una cadena más larga implica mayor consumo de energía y mayores pérdidas para transportar la energía a destino. Nótese que en verde se encuentran las etapas de transporte, y en naranja la conversión de energía química en eléctrica mediante procesos de combustión.
Que países de mayor nivel de desarrollo y cuya matriz de generación eléctrica se basa mayoritariamente en energías renovables pretendan desarrollar la movilidad sustentable como el apéndice de su política de transición energética no implica que acá vayamos –ni por asomo– a obtener los mismos resultados con nuestra matriz actual. Embarcarnos en estos términos en un cambio de matriz de transporte sin tener claro el destino al que vamos puede ser embarcarnos en una transición con un enorme costo –que en principio no estamos en condiciones de afrontar– y para la que no contamos con los recursos económicos necesarios.
No es la oferta, es la demanda
Cuando desde la escuela nos hablan de energías renovables como las que en principio podríamos disponer de forma permanente y que a su vez no dañan el medioambiente, hablamos en general de energía solar, eólica, hidráulica y –en menor medida– las hasta hoy poco desarrolladas mareomotriz, hundimotriz y geotérmica. En consecuencia, y en teoría, en el aumento de la oferta de energías limpias estaría la solución a una parte considerable de nuestros problemas medioambientales. Pero si hilamos un poco más fino, deberíamos considerar que –al día de hoy y como mencionamos anteriormente– las tres quintas partes de nuestra matriz de generación de energía eléctrica es de origen térmico, por lo cual el aumento de la oferta de energías renovables tiene un muy largo camino en tiempo y recursos económicos para llegar a ser predominante.
No obstante, la contracara y el lado oculto de la discusión sobre estas cuestiones es que el foco debería estar puesto en la demanda: somos excesivamente ineficientes –cuando no obscenos– e innecesariamente derrochones en el uso de la energía. Si nos permitimos la licencia de aceptar estas afirmaciones, nos daremos cuenta de que tenemos un gran trabajo por hacer en el lado de la demanda para morigerar y aspirar a eliminar ese consumo ineficiente, así como el derroche energético innecesario. Shoppings gigantescos a menos de 20°C en verano para atraer clientes; retails también a menos de 20°C con las puertas abiertas que bajan la temperatura de la vereda considerablemente respecto de las contiguas con el mismo fin; góndolas abiertas de refrigerados en general –y de lácteos en particular– en supermercados que bajan la temperatura del pasillo de esos productos considerablemente; edificios públicos, escuelas, universidades y dependencias estatales de todos los niveles de gobierno y de los tres poderes con luces encendidas durante el día, además de otros artefactos; millones de viviendas que –por costos, falta de regulación, especulación o desconocimiento– se construyen sin aprovechar las fuentes energéticas que entrega la naturaleza, entre las que se cuentan principalmente calefacción, refrigeración e iluminación; vehículos con potencias tan excesivas como innecesarias: cualquier observador atento a estas cuestiones podrá ver las decenas de miles de camionetas 4×4 circulando por las ciudades con su caja vacía, y una o dos personas como máximo; viviendas mal orientadas, sin aislación térmica en paredes, vidrios y aberturas en general, que no aprovechan la iluminación natural, son de los casos más visibles. Luego, la obscenidad de edificios vidriados con vista al río en verano en Puerto Madero brindará a sus propietarios frondosas facturas de energía eléctrica.
Podríamos seguir mencionando casos y ejemplos, en los que queda en evidencia que una parte considerable de la energía que consumimos como sociedad –es decir, en términos sistémicos– es innecesaria, pero entendemos que con estos ejemplos no solo alcanza para comprender lo que se pretende evidenciar con el presente texto, sino que da pie para introducirnos en el siguiente tema.
Intensidad energética del producto y consumo sistémico
Existe un concepto que permite medir comparativamente la energía consumida por cada país para generar cada punto de su PBI, llamado intensidad energética del producto. Podríamos decir que representa la cantidad de energía consumida por una economía medida en miles de barriles equivalentes de petróleo para generar cada millón de dólares de PBI. Obviamente, podemos calcularlo dividiendo el PBI por el total de energía consumida en el país.
Si nos detenemos en este punto podremos observar que, dentro del total de energía consumida para la generación de producto, está tanto la energía que consume la máquina de una empresa para producir un bien, como las luces encendidas de día que pueden quedar en una universidad pública donde se formarán los futuros profesionales que podrían llegar a trabajar en esa empresa. Pero también está el combustible excesivo gastado por un motor con una potencia excesiva en una 4×4 que utiliza para trasladarse solo el o la gerente de la empresa mencionada. Todo esto brinda una idea aproximada de a qué nos referimos con gasto energético innecesario.
Lo cierto es que el consumo energético en términos de eficiencia es una cuestión de costo económico que afecta la competitividad, y en tanto factura que le cargamos al medioambiente debe analizárselo en términos sistémicos. No estarían sirviendo de mucho las políticas de aumento tarifario como mecanismo limitante para el consumo energético tan excesivo como innecesario: es hora de ensayar otros caminos. Da igual si el derroche proviene de vehículos sobredimensionados –al decir de Jorge Contestí: es una locura que una persona mueva 800 kilos de hierro para trasladar su propio peso–; de la lujosa vida en un piso con vista al río; de un descuidado manejo de la energía en edificios públicos; o de una deficiente instalación eléctrica con fugas en una vivienda humilde de un barrio popular. Lo cierto es que tenemos múltiples mecanismos de intervención trabajando directamente sobre la demanda, y resulta preciso comenzar a hablar de la cuestión en estos términos.
Breves conclusiones preliminares sobre la cuestión
Lo desarrollado hasta aquí permite ver que gestionar más responsablemente la cuestión energética en edificios públicos; comenzar a producir vehículos livianos de un tercio o un cuarto de la potencia de los actuales para transporte urbano; financiar pequeñas modificaciones y reparaciones en millones de hogares –reparando instalaciones eléctricas deficientes, mejorando el aislamiento, cambiando artefactos por otros más eficientes–, entre otras medidas, tendrían un impacto directo en el consumo energético global, tanto como en la generación de empleo.
No debemos dejar de considerar que reparar instalaciones y viviendas –tanto como fabricar vehículos livianos, por solo mencionar dos casos– casi no demandaría divisas y generaría cientos de miles de puestos de trabajo, mejoraría considerablemente la calidad de vida y las condiciones de seguridad de millones de personas, así como bajaría considerablemente –como ya dijimos– la factura energética en términos económicos y medioambientales. Se insiste con la idea: promover la descarbonización de la oferta energética –en un largo camino de transición energética de mediano o largo plazo– no impide comenzar a trabajar en el corto plazo sobre la demanda y sus múltiples abordajes posibles.
Fuente: (revistamovimiento) – Lic. en Planificación Logística (Comunidad UNLa)