Las galerías, que florecieron a finales del 50 y tuvieron su auge en los 60 y 70,  están en retirada. Es la ley de la vida: lo que ayer estaba hoy no está. Aunque en Rosario, más que en otras ciudades, pareciera que el cambio al que obliga el paso del tiempo lo acelera la especulación inmobiliaria. Comerciantes que intentan reactivarlas y la vida detrás del vidrio. Un recorrido por atajos, callejones sin salida y caminos escondidos. 

Fotos Mariana Terrile

La entrada vidriada deja ver un salón amplio, vacío, a oscuras; apenas iluminado por la débil luz que entra a través del acceso del fondo, también de vidrio. Fue uno de los mejores lugares de tragos de Rosario y cerró hace cinco años. Un film vinílico aún luce en la puerta; un círculo blanco donde se lee, en letras negras, Paco Tío,  por encima de un tucán rojo de ojos oscuros. “Un día entré y me tomé dos copas. De qué ya no me acuerdo, pero salí y me fui derecho al río; había luna, me quedé mirándola y me puse a llorar”, me dice Nilda. Tiene noventa y dos años y cuenta con gracia aquella borrachera sentimental. Lleva el pelo marrón, corto, recién arreglado. Luce saco y pantalón de vestir; un conjunto gris, discreto y elegante. Al verme contemplar el interior vacío de un bar ya inexistente se acercó y me habló. Salía de la peluquería que está en el primer local del Paseo del Patio, en Sarmiento casi córdoba, y pensó en tomar un café. “Va desapareciendo todo y un día desaparecés vos”, comenta y se despide con una sonrisa, burlándose del destino. La peluquería es el negocio con más movimiento del corredor. Más se avanza hacia adentro y menos actividad se ve. El cine y teatro Arteón, que funciona en el primer piso desde el 2009, cerró hace unos meses tras un corto período de actividad post pandemia; se rumoreaba que un edificio se levantaría en lugar de la galería.

El centro ya no es el núcleo comercial ni cultural de la ciudad; no es más su espejo, su referencia epocal. Las galerías, que florecieron a finales del 50 y tuvieron su auge en los 60 y 70,  están en retirada. Es la ley de la vida: lo que ayer estaba hoy no está. Aunque en Rosario, más que en otras ciudades, pareciera que el cambio al que obliga el paso del tiempo lo acelera la especulación inmobiliaria. Días atrás, tras recibir un mail con la programación de cartelera, me enteré que el Arteón había reabierto y me dije que iría a ver todos los clásicos que pueda. Recordé un domingo de primavera del 2021, cuando abandoné el parque, el sol, el rio y su cielo inmenso, y me fui a ver Muerte en Venecia, una película de 1971 dirigida por Luchino Visconti. En la vereda me crucé con la escritora y bibliotecaria Verónica Laurino, que estaba en el mismo plan. Borges alguna vez dijo “No hay nada más moderno que un clásico”. En el recibidor del cine, a la espera de que abran la sala, un pibe de unos veinte años, con pinta de estudiante de humanidades, le hablaba con cierta admiración a un tipo grande, de unos setenta o más, que había llegado antes que nadie a ver la proyección.

—¿Y usted, señor, vio la película?

—¡Puuuufffffff!… Cincuenta veces le dedo haber visto.

—Me dijeron que es buena…

—¡La mejor película de la historia del cine!

***

El frente, de unos treinta y cinco metros de largo por quince de alto, se pierde en el carnaval de carteles y vidrieras que luce calle San Luis entre Presidente Roca y Paraguay. Su acceso es una puerta negra apenas más grande que la puerta de una casa, y da  a un pasillito curvo y angosto. Si se anda apurado, o se mira sin mirar, pasa desapercibida. Los locales laterales a la entrada —donde se lee, en letras blancas, discretas y pequeñas, “Galería San Jorge”— no parecen forman parte del edificio. Desde la vereda de enfrente se advierte mejor la enorme mole de cemento que los contiene. Por dentro es alucinante. Es la única galería de Rosario que no es recta, sino circular. El caminito de ingreso da a un patio central, cilíndrico, rodeado por dos pisos de pasillos balconeados, donde se alzan varias palmeras y una órbita de cemento revestida de azulejos bordó, de aproximadamente un metro, en cuyo interior se agrupan mesitas laminadas color naranja. El techo es alto y tiene una cúpula vidriada por la que entra algo de luz. “El año pasado se rodaron escenas de una película que se estrena en agosto, Un crimen Argentino, se llama, y estoy ansiosa por verla”, me dice Verónica, que maneja la San Jorge desde el 2000 y vende, en uno de los locales del subsuelo, artículos de limpieza y perfumería al por mayor. No conozco su voz, solo su cara alegre, elegante, a la que veo en el perfil del wahstapp que me pasó una de sus empleadas. Sus respuestas fueron por escrito.

Construida en los primeros años del 60, mezcla de Miami con medio Oriente, el lugar es ideal para un film ambientado en los ochenta,  como el que Verónica menciona. El piso gris, las paredes de tono ocre y el techo de un marrón casi negro, atravesado por delgadas líneas de color vainilla, le dan al ambiente un toque inverosímil, especial. Un mediodía del invierno del 2008 almorcé ahí con mi viejo; recuerdo la fecha con exactitud porque llevaba conmigo un libro de Enrique Symns, recientemente editado, que acababa de comprar. Mi viejo trabajaba a la vuelta y me enseñó el sitio. Es un tipo que fue de galería en galería, de bar en bar, para evitar la monotonía de una rutina que llevaba veinticinco años. “Seguro este lugar no lo conocés”, me desafió.  Desde aquel mediodía no había vuelto a entrar. Hoy el bar está cerrado como los locales que lo rodean —los que funcionan lo hacen como depósito o sitio de venta mayorista—. Con mi viejo hablábamos mucho de libros y filosofía, yo quería saber de la vidaentender la sustancia que la componía, y por eso le discutía y lo desacreditaba con la misma pasión con que lo escuchaba. A él no parecía interesarle la teoría del origen del lenguaje del viejo Symns. Después de almorzar mi viejo volvió a su laburo y yo volví a lo mío. Tenía diecinueve años y lo mío era perder el tiempo. Igual que ahora.
***
Galerías San Miguel, se lee desde lejos. Las letras son de aluminio, todas mayúsculas, y sobresalen en el frente balconeado, seis metros por encima de la vereda. Abajo están las vidrieras y el ingreso al paseo comercial; arriba cinco pisos de cocheras y oficinas. Se trata de una construcción alguna vez futurista, hoy antigua. Desde la calle se ven grandes ventanales cuadrados, divididos en cuatro cuadrados más pequeños por sus marcos, de un verde pálido, casi gris, separados unos de otros por vigas verticales que atraviesan y sostienen el edificio. En el pasillo central hay cuatro mesas que pertenecen al bar, que está en el primer subsuelo, y en el frente funcionan un bazar y una tienda de ropa. Entro y voy derecho hasta el final del pasaje. Una pared vidriada da a un claro, a una suerte de patio, un espacio para que la vista descanse, para que se corte el gris del cemento y la continuación cuadriculada de los locales; pero ocurre que no hay plantas, ni una fuente, ni un mural. Solo un hueco pálido. Así que  subo al primer piso. No encuentro comercios de atención al público. Descubro un estudio jurídico, o lo que alguna vez fue un estudio jurídico: letras dorados pegadas al vidrio; un nombre, un número de matrícula y otro de teléfono. Veo un local cuyo interior está separado del mundo por un film vinílico que lo protege de la vista de los paseantes. Se nota que adentro hay actividad. Bajo y pido un café en el bar. El fondo del primer subsuelo termina en una pared blanca, adornada por un círculo de mármol cremita con tramas grises, y está iluminado por luces fluorescentes de tubo. Hay un ventilador de pie del 70, gris, enorme, que espera el verano en silencio y en soledad. ¿Qué hay del otro lado del vidrio, biselado hasta la mitad, cubierto por cortinas bordó que caen del techo al suelo, en el local que se ubica frente al bar? ¿Hay algo todavía? Voy hasta la barra, observo la decoración hecha con plantas y cuadritos con frases motivacionales. Hablo con Agostina, que dos años atrás compró el bar. Es rubia y tendrá unos treinta y cinco años. Dirige la cocina, la entrega de pedidos  y la atención en las mesas, todo a la vez, sin gritar pero con tono fuerte, asegurándose que nada se le escape. Su energía nunca se agota. Ni las preguntas que le hago ni los clientes, que piden y piden, interrumpen la velocidad y la omnipresencia con la que trabaja.  “El bar está hace cuarenta años. Lo habían puesto en venta y me era imposible comprarlo. Con la pandemia su precio bajó y pude invertir”, me dice. “Llegamos y estaba totalmente vacío, todavía no se podía sentar gente en los bares. Ahora trabajamos bien”. Le pregunto por el ambiente y, mientras controla el arroz con pollo, me cuenta: “Hay de todo. Gente grande, los turcos de calle San Luis, los dueños de los locales y muchos que compran mercadería para sus negocios. Muchos paqueteros, mucha gente de los pueblos”.
Al igual que la San Jorge, la San Miguel trabaja en los horarios en los que calle San Luis tiene actividad. Desde las nueve de la mañana y hasta las seis de la tarde. Y con la gente que constituye su fauna: clientes que buscan precios, comerciantes que se proveen para sus locales y trabajadores informales que se llevan medias o artículos de librería y salen a vender por ahí. Todos los días de la semana, desde Italia hasta San Martín, se agita esta vieja arteria ciudadana; y aunque antes las ventas eran mejores —cinco años atrás, veinte años antes, cuarenta años, según el comerciante—, el vaivén de hormiguero humano no se detiene. Antes de seguir mi recorrido, cuando dan las doce de un miércoles soleado, prendó el grabador y hablo con Gabriel, que tiene cincuenta y cinco años y desde hace treinta trabaja de portero. Es bajo, y de cara tranquila. Lleva una gorra de corderoy negra y una campera deportiva, de invierno, algo gastada. Se lo nota cansado de la vida, también entusiasmado, su tono es seco pero amable: “Esto se construyó en el 78,  antes estaba la bulonería La belga. Mi trabajo es encargarme de que todo funcione, éramos cinco y quedamos 2, hacemos lo que podemos. Hoy la mayoría de los espacios funcionan como depósito. Anécdotas hay un montón, buenas y malas. Son anécdotas internas y no se pueden contar, menos a un periodista. Mi capital es mi silencio”.

Al igual que la San Jorge, la San Miguel trabaja en los horarios en los que calle San Luis tiene actividad. Desde las nueve de la mañana y hasta las seis de la tarde. Y con la gente que constituye su fauna: clientes que buscan precios, comerciantes que se proveen para sus locales y trabajadores informales que se llevan medias o artículos de librería y salen a vender por ahí. Todos los días de la semana, desde Italia hasta San Martín, se agita esta vieja arteria ciudadana; y aunque antes las ventas eran mejores —cinco años atrás, veinte años antes, cuarenta años, según el comerciante—, el vaivén de hormiguero humano no se detiene. Antes de seguir mi recorrido, cuando dan las doce de un miércoles soleado, prendó el grabador y hablo con Gabriel, que tiene cincuenta y cinco años y desde hace treinta trabaja de portero. Es bajo, y de cara tranquila. Lleva una gorra de corderoy negra y una campera deportiva, de invierno, algo gastada. Se lo nota cansado de la vida, también entusiasmado, su tono es seco pero amable: “Esto se construyó en el 78,  antes estaba la bulonería La belga. Mi trabajo es encargarme de que todo funcione, éramos cinco y quedamos 2, hacemos lo que podemos. Hoy la mayoría de los espacios funcionan como depósito. Anécdotas hay un montón, buenas y malas. Son anécdotas internas y no se pueden contar, menos a un periodista. Mi capital es mi silencio”.

Para dar con mi última parada atravieso la galería Rosario, a la que entro por Sarmiento y de la que salgo por  San Martín. Luego hago un par de pasos hacia el sur. Llego al fin. Paseo Comercial San Martín. En su ingreso hay una máquina para agarrar peluches con un garfio de metal, un kiosco y una tienda de celulares. Enfilo hacia adentro. La San Martín, como se le llama, tiene tres niveles subterráneos y tres en altura. No cuenta con salida a la calle. Muchos de sus locales están deshabitados. De los que funcionan, algunos vienen del tiempo de antes y otros son recientes; los delata el mobiliario y la decoración. Son pocos. Hay macetas circulares, con tierra pero sin vegetación, sostenidas por una fina estructura de hierro que baja verticalmente del techo, dispuestas de forma escalonada; algunas llegan a la planta baja y otras a los subsuelos. Los pasamanos de las barandas son de bronce y los bancos para sentarse de mármol; detalles finos que dan cuenta de un pasado mejor y que hoy pasan desapercibidos por la postal que los rodea.  A metros de la entrada hay un local de impresiones. Entro para hacer algunas preguntas y conozco a Cintia, su dueña. Es flaca y de ojos luminosos. Me recibe con amabilidad, me dice que hace treinta está en el lugar y que empezó vendiendo artículos para computadoras, algo que para el momento era una novedad. “Era una galería divina, todos los locales funcionaban y había locales de nivel. En la puerta te encontrabas con una cortina de aire, caliente en invierno y frío en verano, entonces entrabas y era un placer. En diciembre se armaba un árbol de navidad y los comerciantes le ponían tarjetas con las marcas que vendían”. Entre cliente y cliente, me habla de un tipo muy grande que cada vez que podía se acercaba a su negocio. “Era uno de los constructores, también había participado en la construcción de la Galería Rosario, donde tenía la oficina, pero él amaba esta galería, siempre decía que le había puesto los mejores materiales. Nosotros en ese entonces estábamos abajo y él, que ya era muy grande, bajaba. Con tal de venir, de estar un rato, hacía fotocopias de cualquier cosa, era su mundo esto”.
A partir del 2001, la galería comenzó a decaer. Tocó fondo con la pandemia y son los propios comerciantes los que intentan levantarla. Un bar funciona en los dos últimos locales del primer subsuelo. En uno de ellos hay mesas y en otro se ubica la barra y la cocina. Están enfrentados y los divide el pasillo, donde se alza una pecera con peces naranjas. “Te doy la nota que quieras, pero no vengas a decir que el techo está feo, los fotógrafos muestran eso y nosotros estamos peleando por levantar la galería, fíjate que hay once negocios nuevos”. Jimena, dueña del establecimiento, interrumpe su trabajo para atenderme. La aclaración la hace con buena onda; también me aclara que se le pasan las costeletas. Es rubia y de ojos claros. Tendrá unos cuarenta años y habla con pasión de la galería, como si a través de sus pasillos y escaleras hubiese dado con el sentido de su propia existencia:    “Nací acá. Viví acá. Donde está el bar mi viejo tenía el estudio jurídico; era abogado y escritor de libros criminología. Tengo un departamento en el edificio de arriba y  los once locales que me dejó él.  Estoy tratando de levantar el lugar, que estaba muerto. Pasaron unos cuantos administradores y ahora es cuando peor se lo ve. A la gente le pido un alquiler barato, no le pido recibo de sueldo ni garantía, le doy una forma más rápida de tener su primer emprendimiento. Las luces la estoy poniendo yo; antes los pasillos eran muy luminosos. La pandemia fue complicada; ahora armamos un grupito de gente y le damos para adelante. Tengo una anécdota de terror. Hay fantasmas, existen. Abajo hay un sótano que sale a la calle y tiene como doscientas habitaciones abandonadas. A la noche, cuando está todo en silencio, yo sigo acá y escucho cómo se mueven cosas,  siento murmullos y gritos. ¿Anécdota con los vivos? Tuve que sacar mucha gente desnuda, se iban abajo y vivían su momento íntimo, por eso contratamos vigilancia. Tengo bar, lavandería y peluquería, y me encanta. La galería es una parte de mí. Cuando escriben las paredes, cuando rompen un mármol o se roban algo me hacen doler. La galería y yo ya somos una”.

Fuente: (enREDando)

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